El ánimo de Ada en ese momento estaba hermanado con el tiempo: gris, oscuro, frío y tormentoso.
Y es que esa noche, en la habitación 512 de la Clínica San Tomás, en la ciudad de Caracas, justo en el instante que los cielos se abrían contra la tierra en una de las peores tormentas de los últimos años, el corazón de Ada se desmoronaba en centenares de pedazos, pues estaba falleciendo entre sus brazos la mujer con la que ella tenía la más profunda y especial de las relaciones: su madre.
Esa mujer (Alfonsina) lograba milagros en el ánimo de cualquiera que compartiera su sabiduría, no de escuelas, pues era niña durante la Segunda Guerra en Italia, y no pudo terminar la primaria, sino de experiencia y sensibilidad que había desarrollado gracias a su instinto e inteligencia emocional fuera de serie. Alfonsina era decidida pero ponderada. Entre sus logros figuraba el haber hecho que su hija Ada, a pesar de sus muchos conflictos emocionales, se sintiera con ellos y a pesar de ellos, grande entre las grandes. Que se viese asimisma bonita. Y no porque no lo fuese, sino porque ante los ojos de muchas personas en el mundo, su belleza pasaba a un segundo plano, interesados éstos en unos kilos demás, que sin duda tenía, y no en sus lindos rasgos.
A causa del sobrepeso pareciera que Ada habria perdido el derecho a ser llamada por su nombre de pila. Sustituido éste último por el adjetivo “gorda” con el que todos la llamaban. Todos a excepción de su madre, para quien ella era “Ada” “Amor” “Nena”.
Su vínculo con Alfonsina era especial, estrecho, verdaderamente sólido. Era el pilar sobre el cual Ada sustentaba su vida. Así que para el momento que Alfonsina exhaló su último suspiro, el mundo se vino abajo. Todos los viejos monstruos y fantasmas salieron a la luz. Saltaron sus titanes…
Muerta su madre, Ada debía, entre otras cosas, enfrentarse a su padre sin intermediarios. Y hablamos de un hombre férreo y muy rígido, que pretendía a toda costa lograr que su hija viviera y se comportase cómo lo haría una “jovencita de bien” en la década de los treinta, aun cuando ya corrían los ochenta.
La familia de Ada era una familia pequeña pero complicada. La madre (Alfonsina), una mujer dulce paciente y abnegada. Esposa fiel y sumisa. Dedicada por entero a su hogar y a su esposo. Con él tuvo tres hijos. Ada (la mayor), Katalina la hija del medio y Arnaldo el menor.
Alfonsina se casó siendo aún muy joven con Constante, quien ya para entonces era un hombre noble pero severo e inquebrantable en sus principios. Alfonsina jugó siempre el papel de esposa modelo. Y hay que decir que en el fondo lo disfrutaba; al extremo de ser ella quien le ponía y le quitaba las medias a diario. Pero al enfermar gravemente y quedar postrada ya no pudo hacerlo más y entonces le suplicó a Ada hacerlo por ella. Ada obedecía, pero bajo protesta pues reprochaba semejante conducta servil que además no comprendía. “¿Por qué no se quitaba y ponía las medias él mismo?” -pensaba- Pero una simple dulce intervención de Alfonsina (incluso tendida en su cama casi agonizante) y Ada hacía lo solicitado sin chistar. Tal era el poder de su madre. Quien además tenía la capacidad de encontrar algo bueno siempre en toda persona.
Como padre Constante era ante la vista del mundo, casi perfecto. No permitía que nada, absolutamente nada faltara en casa o a los hijos. Colmaba de regalos y atenciones a todos, pero al mismo tiempo exigía ser tratado como rey. Servido y atendido como el amo y señor de ese pequeño reino que conformaba su singular familia.
Por ser Ada la mayor y ser mujer, Constante le exigió aprender a tocar piano, a tejer y bordar y la obligó a pasar sus años de juventud en un austero colegio de monjas. Ella odiaba todas esas cosas. Amaba el arte, la escena, el teatro, la literatura. Jugar a las escondidas, sostener una guerra de pulso, armar trenes, aviones, pistas. Las muñecas con las cuales inicialmente estaba obsesionada, al punto de generarle pesadillas el no poseer una en particular, pasaron a segundo y tercer plano. Asuntos del vestuario no eran de su competencia. Hasta en este sentido resentiría la pérdida de su madre pues era ella la que se ocupaba de comprar y substituir su guardarropa, incluyendo la ropa íntima. Esta actitud y forma especial de ser de su hija, fascinó a Constante hasta que nació el varón… Allí todo cambió para Ada. Las cosas que hacía o decía ya no eran “apropiadas”.
Al contrario para el varón cuyas aventuras con las muchachas del barrio por ejemplo, eran para Constante motivo de orgullo .
Con Ada era otra cosa. A Ada le estaba literalmente prohibido flirtear. Es más, toda muestra de afecto con cualquier chico, podría ser considerado signo de debilidad emocional. Por ello Ada siempre se cuidó de mostrarse absolutamente indiferente al respecto. No obstante, con su madre era otra cosa. Con Alfonsina podía ser ella misma. ¡Y claro que se había enamorado! Pero a escondidas del padre.
Cuando Alfonsina enfermó, todo explotó de repente. Y se imaginaba siendo la “chica femenina y obediente” que esperaba el padre. ¡Nada más lejos de la realidad! Cursaba el sexto semestre de la universidad en la Escuela de Filosofía. Era una alumna sobresaliente. Destacada. Al punto de habérsele ofrecido una preparaduría. Amigas mujeres pocas o ninguna. Vivía rodeada de muchachos con quienes se sentía más cómoda sin tener que asumir poses.
Para cuando quedó claro que la enfermedad de su madre era terminal y que en breve se la llevaría, Ada decidió olvidar todo. Suspendió las clases en la universidad. Paralizó los trabajos de corrección de texto y por supuesto, se olvidó totalmente del activismo político, cosa que ocupaba buena parte de su tiempo. También había dejado de escribir. Y aunque este abandono en realidad no iniciara con la enfermedad de su madre, se concretó cuando se dedicó en cuerpo y alma nada más que a cuidar a la mujer que hasta ese momento, le había permitido llevar una suerte de vida dual sin menoscabo de nadie. ¡Ni a tomar café salía! Y hay que decir que Ada tenía una vida social activa. Pero al conocer la verdad sobre el estado de su madre, se avocó veinticuatro horas por veinticuatro a cuidarla. No quería, no podía perderla. Una forma egoísta de poder se empadronó de su persona. Se convenció que podría impedir a toda costa esa muerte. Sometió a Alfonsina a toda clase de tratamientos, algunos de los cuales aún en fase experimental.
Además de dejar toda su vida atrás, también se abandonó un poco a sí misma. Engordó mucho más. Y es que todos sus miedos, ansiedad, e impotencia, las canalizaba comiendo. Esto sumado a que no hiciera mayor ejercicio esos meses, la llevó a pasar la frontera de los cien kilos. Pero lo cierto es que esto ya no le interesaba. Lo importante, lo único válido para ella, era estar al lado de su madre.
Arnaldo el hermano de Ada (considerado por muchos el más guapo de la familia), afrontó la muerte de su madre de forma muy distinta. Siendo el centro de atención de jovencitas, Arnaldo se tornó algo narcisista por lo que al fallecer Alfonsina, el desconsuelo brutal de Ada además de parecerle excesivo, lo consideraba enfermizo. Y prefirió ignorarla. Para Arnaldo, inteligencia y apariencia son complementarias y la una no existe sin la otra. Así que Ada y su quejumbrosidad, le resultaban una carga con la que él no estaba dispuesto a lidiar. Y en realidad tampoco sabía cómo hacerlo.
Muerta Alfonsina, Arnaldo se concentró en su proyecto de concretar con alguna pareja de “buena familia”. Consolidar una relación donde él tuviera preferencia y primacía.
En este tornado de emociones vivas y contrastantes, casi olvidada incluso por Constante, gravitaba por inercia la hermana del medio: Katalina la “niña enferma”.
Ella era particular. A la edad de cuatro meses sufrió un paro respiratorio que provocó falta de oxígeno en el cerebro , y la consecuente lesión. Por lo tanto era hemipléjica y tenía retraso mental. Aunque a decir la verdad, a Ada le asombraba las cosas que hacía y decía mal grado su discapacidad. De hecho, muchas veces jugó a imaginarla sana, sin enfermedad alguna, y no podía menos que suponer que Katalina se habría comido al mundo y a sus hermanos de haber sido este el caso. De nada habrían servido la belleza, ambición y capacidad de negociar de Arnaldo, o la inteligencia emocional de Ada pues Katalina con pragmatismo y calculador egoísmo, se los habría tragado a todos y sin dejar rastro...
La noche que murió Alfonsina, Ada no tenía fuerzas ni alientos para todo lo que vendría. No quería saber de morgues y funerarias. Por lo que le suplicó a su padre no obligarla a participar de todo el ritual que precede a la muerte. Vale decir: recoger el cadáver, llevarlo a la funeraria, prepararlo, velarlo y enterrarlo.
Ada dedicó las últimas semanas de su vida por completo a su madre, pero ya habiendo ella cerrado los ojos en sus brazos, nada mas le restaba por hacer. Salvo auto compadecerse e incluso sentirse culpable por haber insistido hasta el último minuto en tratamientos milagrosos que detendrían su muerte. Jugó por razones muy egoístas a ser Dios, y esto sólo la cargaba de más y más dolor.
Y sorpresivamente para Ada, su padre comprendió la situación y antes bien se mostró solidario y cooperativo. Alejó a su hija de todo, llevándola a casa de una amiga. E hizo lo mismo con Katalina dejándola a la custodia de unos vecinos. De las exequias y de todo el ritual que una muerte supone, se hicieron cargo Arnoldo y Constante.
De los días que siguieron tras la muerte de Alfonsina, Ada tiene poca memoria. Recuerda estar acostada sin ánimo de levantarse ni siquiera para asearse.
Según Ada fueron unas horas. Pero en realidad trascurrieron tres días.
Constante, ya seriamente preocupado, intervino:
-Ada ¡Tienes que reaccionar! ¡Vas a enfermarte seriamente! No comes, no bebes, no te aseas ni siquiera. Por favor !Levántate! !Estás haciendo sufrir el alma de tu madre! ¿Cómo piensas que ella pueda descansar en paz viéndote así?.
Este comentario dio en el centro, pues lo último que ella querría es hacer sufrir a su madre. Así que de mala gana se levantó. Se dio un baño rápido y se echó en el sofá. Sus ojos clavados en el techo. Entonces el padre le sugirió llamar a un amigo: -Ada, sal a tomar algo. No sé, conversar. Cambiar aire. Eso te haría bien.
Ada lo miró de reojo fastidiada. Pero aún así decidió complacerlo y de mala gana levantó el teléfono para llamar a su amigo Gerardo. Él vivía en el mismo edificio, y aunque no era ni alegre ni parlanchín, sabía callar con mucha naturalidad. En estos momentos era exactamente lo que ella quería: un silencio confortablemente compartido.
-Aló ¿Gerardo? Hola. Es Ada.
-Hola Ada. Ni te pregunto cómo estás. Puedo imaginarlo.
- Si Gerardo. No estoy bien. Pero en fin. No te llamo para darte detalles de mi estado de ánimo. En realidad te llamo porque resulta que el jefe de esta familia rota quiere a toda costa que yo salga de casa. ¿Podrías acompañarme a tomar una cerveza? Pero eso sí, en silencio. Digo en silencio pues no quiero ni hablar de nada. Ni de lo “mal que me siento”. No quiero conversas “terapéuticas” o “sanadoras”. No quiero condescendencias. Ni ningún cliché de esos que se dicen siempre. Sólo quiero una cerveza y nada más.
-Ada, cuando dices: ‘jefe de esta familia rota ¿Te refieres a tu padre? ¿Verdad?
-Si, el mismo
-Bueno. No se diga más. Ya mismo paso por ti.
Y eso fue todo. No hizo falta mayor explicación para que Gerardo aceptara acompañarla.
Pocos minutos después ambos salieron del edificio, cruzaron la calle y entraron en una taberna ubicada justo al frente.
Una vez allí, procedieron a elegir una mesa apartada en un rincón.
Los rodeaban voces, algarabías, sonidos de copas y platos pero, realmente, a ninguno de los dos molestaba ese ruido. Su silencio cómplice era imperturbable. En ese momento el mundo se reducía a dos jarras de cerveza …
Los Titanes en el interior de Ada continuaban rebotando. Ella quería no sentirlos. Sabía que si se soltaban, el siguiente paso sería la locura. Quizás, sólo quizás, una fría cerveza los apaciguarían.
Los muchachos pidieron dos cervezas negras. Al recibirlas ambos permanecían callados. Luego, viéndose a los ojos, muy quedo, los dos susurraron con ironía: “salud”…
CAPITULO 2 El encuentro
Gerardo y Ada cuando visitaban la taberna, solían realizar un juego que consistía en observar a todos y cada uno de los clientes, para luego elaborar diversas teorías sobre quienes eran en realidad esas personas. Jugaban a diseñar el perfil psicológico de gente que no habían visto jamás. Analizando comportamientos, modos, lo que tomaban o comían y cómo lo hacían, además de sus atuendos y otras características, para así decidir qué tipo de personajes eran (alegres, borrachos, intelectuales, padres de familia, mujeres de cacería, etc.). Luego entre sí confrontan conjeturas. Era un juego que desde siempre a Ada le encantaba hacer y que Gerardo disfrutaba (aún cuando él no era muy bueno analizando y haciendo inferencias). En realidad, así como no era un buen conversador tampoco era buen observador. Pero eso no le quitaba diversión al asunto, al contrario, la incrementaba, pues le permitía a Ada tener control y liderazgo del análisis, y eso a ella le daba satisfacción.
Ada realmente disfrutaba muchísimo hacer este juego. Por ello estaba totalmente enfocada en una pareja de la mesa de al lado y no en Gerardo. Aunque a decir la verdad, a él no le molestaba en lo absoluto la desatención. Antes bien gozaba viéndola tan concentrada, ansioso de conocer el resultado o conclusión de su pesquisa…
En esta oportunidad la pareja que llamaba la atención de Ada, tenía características muy peculiares. Ella maquillada excesivamente, rubia falsa (demasiado amarillo para un color de piel tan moro), de unos cuarenta años aproximadamente, muy provocativa en sus gestos y movimientos. Con un enorme escote que dejaba ver dos enormes pechos apretados contra ellos mismos. Una cadena de imitación de oro que se enterraba literalmente en la raya que quedaba de espacio entre las dos protuberancias. Tenía claramente una actitud de coqueteo abierto. En franca cacería. Su mira era un señor mayor, rechoncho sentado frente a ella. Un señor con toda la características de ser un abuelo sinvergüenza. Con cabello pintado de negro, no castaño claro o cenizo ¡Negro! (el escaso que le quedaba). Si tenía ochenta años eran pocos. Pero aún así intentaba comportarse como un joven galán. Esa noche llevaba un pantalón de pinzas clásico, camisa ajustada y puño cerrado. Y dejando los tres primeros botones abiertos. De esa abertura se asomaban unas cuantas canas, en franco contraste con su cabeza. Se notaba una muy importante diferencia de edad con la mujer a la que, dicho sea de paso, simulaba escuchar atentamente cuando en realidad toda su atención estaba puesta en el escote. Y mientras Ada está concentrada en esta singular pareja, notando más y más detalles para su juego, descubre que alguien a su vez la está detallando a ella. Un individuo flaco, delgado y arrogante, de grandes bigotes negros, ubicado justo detrás de la cuarentona oxigenada.
El vejete ni cuenta se había dado de la presencia de este hombre, porque su mirada, su conexión neuronal, sus ojos y su lívido sólo enfocaban el movimiento de los gelatinosos melones de la mujer que, por su parte, se había avocado a la tarea de alborotar la testosterona a su interlocutor y por lo tanto tampoco se percató que hubiese alguien cerca de ellos.
El flaco, aprovechando que era prácticamente invisible para estos dos, se dedicaba a morisquetear y hacerle señas a Ada. Importando muy poco que ella estuviera acompañada. Cuando entiende que Ada lo había notado, con una gran sonrisa le hace un mohín. Y con la boca señala a Gerardo. Se pasa el índice por el cuello en la clásica señal de “éste está muerto” y sin dejar de apuntar hacia Gerardo con la boca, sacude la cabeza de lado y lado . Luego, sin dar tiempo a Ada de reaccionar, se retira riendo a carcajadas. Se coloca justo de espaldas a ellos, en otra mesa donde estaban reunidos un grupo de hombres y a los que saluda demostrando que los conocía, rompiendo todo contacto visual con Ada.
En esa mesa en cuestión, había tres sujetos. Uno de apariencia muy serio e intelectual. Vestido con un formal y aburrido traje gris. Muy rígido. No sabe bien porqué pero habría jurado que se trataba de un contador o quizás un auditor. Lo que si estaba claro era su incomodidad. Definitivamente no estaba a gusto. Los otros dos en cambio, informales en el vestir y en el actuar, en franca tertulia y algo alegres, no paraban de hablar. Se daban la razón unos a otros y cada tanto se estrechaban la mano entre ellos en señal de estar sincronizados en sus opiniones. No había punto de coincidencia entre el rígido hombre de traje formal y los individuos inmersos en la ruidosa discusión sobre Dios, la Iglesia, los ateos y la creación. Ese disparejo ensamble hace suponer a Ada que esos hombres se reunieron por casualidad, motivados a beber. Por alguna razón se sentaron juntos en la misma mesa, seguramente porque se conocían, coincidieron y nada más. Y lo confirmaba el hecho de incorporarse el flaco a la tertulia sin ser invitado, pero recibido eso sí sin mayores sorpresas o problema. Sin embargo, de sus conjeturas nada le dijo a Gerardo. Y tan sólo le preguntó:
-¿Por casualidad conoces tú al tipo ése que está ahí , justo tras de ti? Gírate con disimulo Gerardo para que lo veas.
Pero Gerardo hizo todo lo contrario y se volteó abiertamente y con total desparpajo (a Gerardo las sutilezas de este tipo ni le salían ni le funcionaban). En ese justo momento el flaco también estaba volteando. Y se encontró con los ojos de Gerardo que lo escanearon desvergonzadamente de arriba hacia abajo ( aún sabiendo que el flaco lo veía). Luego, devolviendo el cuerpo y la cara hacia Ada y mostrando total indiferencia por el flaco, le informa a su amiga:
-Personalmente no. No lo conozco. Pero se que lleva algunos días frecuentando esta taberna. Y se también que es un fresco y siempre está bebiendo. ¿Por qué? ¿Ya le ubicaste perfil? ¿O es simple curiosidad?
No le dio tiempo a Ada de responder. Y esto porque el flaco habiendo sido groseramente contemplado por Gerardo, fue directamente hacia la mesa donde estaban ellos. Se colocó al lado de Ada, y poniéndole una mano en el hombro (como si la conociera de toda la vida), le dice:
-No es necesario que me mandes a revisar con otra persona. Yo mismo me presento y te digo lo que quieras saber.
Acto seguido toma la mano de Ada con ambas manos, la acerca a sus labios pero sin besarla del todo, solo rozando con el aliento y algo de la piel con su bocal. Y sin soltarla, como si le hablara a la mano se presenta:
-Mucho gusto. Me llamo Manuel Pérez Alcalde, para servirte mi amor…
Ada sintió un escalofrío recorrer su columna. No sabía si responder, retirar la mano, enfurecerse o decir trémula su nombre. Lo que si era claro es que la había electrizado. Ada sentía que el corazón iba a salirse del pecho. Y todo esto para ella no tenía ningún sentido. Estaba acostumbraba a adormecer sus emociones. Y a tener el control sobre ellas. En parte porque no quería confrontarse y mucho menos mostrarse débil y en parte porque siempre fue del tipo que todo lo analiza y desmenuza. Incluso antes de permitirse algún sentimiento. Por ello todo esto no tenía el menor sentido. Que el corazón latiera a tal revolución y la piel se levantara tan sólo porque un atrevido se presenta… bueno, estaba en una dimensión que definitivamente Ada no sabía manejar .
Entre tanto Gerardo estaba molesto. Acomodándose en la silla y moviéndose nervioso de un lado a otro porque, a fin de cuentas, Ada estaba con él, y por muy su amiga que fuese y nada más, un extraño no debía permitirse irrumpir en la mesa y tratarlo a él como una silla más de mobiliario. Así que finalmente reacciona y le dice muy serio y circunspecto a Manuel:
-¡No seas falta de respeto! ¡Nadie te invitó! ¡Haznos el favor de soltar a Ada y largarte!.
Sin prestarle una vez más atención a Gerardo, cómo si nunca hubiese hablado, y aún sosteniendo la mano de Ada, le dice pícaramente mientras se acerca al rostro de ella: -¡Ah! Te llamas Ada.
Y añade: -Dime Ada ¿Además de linda, eres muda?.
¿Necesitas representante para hablar?
Ada le arrebata la mano con fuerza. Retomando el control sobre si misma y viéndolo enardecida, le dice: -Para comenzar eres un atrevido, un falta de respeto. Para seguir me parece que estás borracho o cuando menos algo tomado y yo odio a los ebrios. Y para terminar, no, no soy muda y quisiera pedirte que por favor te retires. Estás definitivamente faltando el respeto a nosotros dos, no sólo a mi.
Gerardo a todo esto, agrega haciendo un gesto con la mano, como quien sugiere a alguien irse: -Y ya escuchaste a la señorita. Estás invitado a volar. ¡Fuera!.
Pero una vez más Manuel ni siquiera se inmuta. De nuevo obviando a Gerardo, se acerca otra vez a Ada, sonríe, busca sus ojos con la mirada y le dice en tono jocoso: - Creo que te equivocaste en la posición de tus opciones, la tercera no debió haber sido reconocer que no eres muda. Es obvio que hablas. Esa debió ser la primera en la lista. Estás como confundida. ¿Algo te ha perturbado mi vida?.
En este punto, ya Gerardo había perdido totalmente la paciencia. Dio un tal golpe a la mesa que, no siendo esperado, sobresaltó a Ada y a todos alrededor de ellos. Hasta Manuel dio un paso atrás y por primera vez dirigió la vista hacia él. Y entonces preguntó:- ¿Por qué tanta hostilidad y agresividad? ¿Qué pasa? La vida hay que vivirla, parece que estuvieran en un velorio y no en una tasca. ¡Yo sólo trato de animar la cosa! Y luego, en una clara actitud de desparpajo, apunta el índice hacia Gerardo diciéndole: -Tú , cómo te llames, eres pesadísimo, estás aquí sentado con este mujerón y pareces una estatua de sal.
Gerardo se levanta del sitio. Va directo hacia Manuel y le grita: ¿Qué clase de idiota eres? ¡A ella se le murió su madre hace pocos días! Logré sacarla a distraerse por fin y vienes tú a martirizar, payaseando y abusando. ¡Haznos el favor de retirarte ya!.
Fue tal la vehemencia puesta por Gerardo al dirigirse a Manuel que se hizo un total silencio en la taberna. Todos voltearon hacia esa mesa.
Ada mortificada y avergonzada, sin levantar la cabeza, le pide a Gerardo sacarla de allí.
Por su parte Manuel cambió radicalmente de actitud. Sintió un baño de ternura hacia Ada. Y una gran pena por la torpeza que puso de manifiesto.
Y mientras alejado de la mesa, había ido en busca del mesonero para liquidar la cuenta sin esperar, Manuel aprovecha para acercarse de nuevo a Ada. Le dice realmente compungido: - Lo siento. No tenía idea. Soy un patán. En serio que si. Soy tan patán que mi esposa me puso de patitas en la calle y por eso ando aquí, payaseando como dice tu amigo. Pero de verdad, verdad, me agradas mucho y lo único que quería era tu atención.
En ese instante regresa Gerardo. Retira a Manuel de un empujón del lado de Ada. La toma por el brazo y la conduce a la puerta.
Mientras salían, Manuel grita: -¡Ada estoy aquí si quieres hablar! ¡Ojalá quieras!.
Ada ni siquiera voltea a mirarlo. Simplemente se dirige hacia la puerta precedida por Gerardo. Mientras cruzaba la calle ella le dice: -Gracias Gerardo , gracias por todo, pero quiero estar sola. Espero no te moleste.
Gerardo le aseguró comprender perfectamente. Simplemente la acompañó hasta la puerta de la casa. Le dio un beso en la mejilla y le dijo: - Lamento la escena con el borracho ése. Descansa.
Una vez en casa se da cuenta que todo está demasiado callado. Pero no investigó nada. Simplemente se lanzó vestida a la cama soltando el bolso en el suelo. Por lo callado y tranquilo que estaba el apartamento, era seguro que Katalina y su padre se encontraran durmiendo y Arnaldo probablemente habría salido. ¡Qué más daba!.
De su cabeza no salían las palabras de Manuel y su mirada. Y miles de cuestionamientos que ella se hacía: ¿Por qué ese tipo arrogante y ebrio impacta tanto en mí al punto de hacerme olvidar por un momento a mi madre? ¿Qué hay de particular en él?.
Entre pregunta y revisión mental de lo sucedido, fue quedándose dormida. Para cuando el sueño la venció aún se preguntaba muchas cosas. Ya no sólo en virtud de Manuel y las emociones que había despertado, sino también en relación a ella y cómo retomar el rumbo de su vida. Qué hacer y cómo hacerlo. No podía imaginarse en ninguna proyección ni de ninguna manera. Pero estaba realmente agotada desde todos los frentes para siquiera plantearse vías. Se dejó llevar. Y con la misma posición en la que se echó en la cama al llegar, asimismo se quedó dormida.