sábado, 15 de febrero de 2025

LA VENEZUELA QUE QUIERO

La Venezuela que yo quiero, la que espero y por la que intento luchar es una Venezuela donde los niños sean sólo eso:¡Niños! Que no deban salir a pedir o trabajar. Que no les falte la buena comida y la linda escuela donde aprender y donde ejercer su infancia sin importar el estrato social al que pertenezcan. La Venezuela que quiero es aquella donde maestros y profesores, junto a los policías, los bomberos y los trabajadores del sector salud (todos, desde la enfermera auxiliar hasta el Jefe de especialización) ganen los mejores sueldos. Iguales o incluso mejores que los de cualquier diputado o ministro. La Venezuela que quiero es una Venezuela con escuelas y hospitales a granel, pero todos de primera. Con vías en buen estado. Con un sistema social justo que garantice justicia social por igual a todo ciudadano se llame como se llame, viva donde viva, pertenezca al grupo social que pertenezca, tenga la tendencia política que tenga. La Venezuela que quiero es una Venezuela con Poderes independientes. Donde la Justicia no persigue una línea política. Donde las leyes no se hacen en función de una ideología y donde las Fuerzas Militares son realmente garantes de protección para toda la nación y no para una fracción. La Venezuela que quiero es una Venezuela con autonomía Municipal y Estadal. Con una Constitución que se cumpla por sobre todo y ante todo. Con una conciencia individual al servicio de una colectividad... La Venezuela que quiero es una Venezuela próspera, con miles de oportunidades de trabajo, de crecimiento , de expansión en igualdad de condiciones para todo el mundo. Y en donde niños y ancianos, puntas de la vida, gocen de beneficios y cuidado. La Venezuela que quiero es una Venezuela donde salir a pasear no sea una aventura. En donde los criminales estén bajo rejas y los jóvenes encuentren el camino a su realización sin violencias. La Venezuela que quiero es una Venezuela en donde las familias se reúnan a celebrar graduaciones y no velorios. Una Venezuela donde las armas a empuñar sean un libro, una película, una obra de teatro, una competencia deportiva,un juego, una escultura, una poesía, una pintura, un trabajo artesanal... La Venezuela que quiero no es un sueño, no es una quimera. Podría ser una realidad en la medida que nos mantengamos unidos. Que desde nuestras pequeñas trincheras aportemos todos un granito de arena. ¿Cómo? Pues educando a hijos y menores a nuestro cargo con conciencia cívica y con sólidos principios morales. Practicando la comunicación verbal como una forma de cohesión y no como un arma para envilecer al prójimo. Inculcándoles que sus derechos terminan exactamente donde inicia el derecho de los demás. Y lo más importante: No desmoralizar ni decaer. No esperar de otros sin antes hacer algo nosotros . Y confiando en quienes hemos elegido como líderes de una resistencia activa y garantes de un principio democrático que queremos rescatar. Esperar y confiar aun cuando todo parezca perdido...Esta patria necesita del aporte de más de ocho millones de compatriotas. No podemos actuar solos, movidos por rabia o impotencias. Debemos seguir juntos. Y sobre todo: TENER LA MIRADA PUESTA EN UN MAÑANA QUE NOS ARROPE A TODOS Y ALERTAS A SEGUIR LA DIRECCIÓN QUE SE NOS SEÑALE.¡Unión! Aún sin medios de comunicación la voz de un pueblo unido se escucha hasta en el último rincón...En la bodeguita, en la parada de carrito, en el Metro, en el mercado...No es un cliché, es una realidad: "Un pueblo unido, jamás será vencido" Feliz fin de semana AIDA BECCARIA

jueves, 26 de septiembre de 2024

Estoy explorando nuevas formas , estilos y prosa. Y está tomando forma una novela que podría catalogarse como "romántica". Quisiera pues, ustedes que conocen mi estilo, me acompañen en este viaje creativo. Cada capitulo que desarrolle lo subiré al blog. Y me encantaría leer sus opiniones y comentarios. Asimismo, el proyecto, si bien ya está estructurado por capítulos y, cada uno de ellos posee una  sipnosis , aún no tiene nombre. Les invito, es más, les pido, que en la medida que avancemos en los capítulos, me ayuden con eso. 

 Bien, vamos pues a comenzar: 




CAPITULO 1. Una familia rota

03 de septiembre de 1982. Eran casi las siete de la noche. Llovía torrencialmente. 

El ánimo de Ada en ese momento estaba hermanado con el tiempo: gris, oscuro, frío y tormentoso. 

Y es que esa noche, en la habitación 512 de la Clínica San Tomás, en la ciudad de Caracas, justo en el instante que los cielos se abrían contra la tierra en una de las peores tormentas de los últimos años, el corazón de Ada se desmoronaba en centenares de pedazos, pues estaba falleciendo entre sus brazos la mujer con la que ella tenía la más profunda y especial de las relaciones: su madre.

Esa mujer (Alfonsina)  lograba milagros en el ánimo de cualquiera que compartiera su sabiduría, no de escuelas, pues era niña durante la Segunda Guerra en Italia, y no pudo terminar la primaria, sino de experiencia y sensibilidad que había desarrollado gracias a su instinto e inteligencia emocional fuera de serie. Alfonsina era decidida pero  ponderada. Entre sus logros figuraba el haber hecho que su hija Ada, a pesar de sus muchos conflictos emocionales, se sintiera con ellos y a pesar de ellos, grande entre las grandes. Que se viese asimisma bonita.   Y no porque no lo fuese, sino porque ante los ojos de muchas personas en el mundo, su belleza pasaba a un segundo plano, interesados éstos en unos kilos demás, que sin duda tenía,  y no en sus lindos rasgos.

A causa del sobrepeso pareciera que Ada habria perdido el derecho a ser llamada por su nombre de pila. Sustituido éste último por el adjetivo “gorda” con el que todos la llamaban. Todos  a excepción de su madre, para quien ella era “Ada” “Amor” “Nena”.

Su vínculo con Alfonsina era especial, estrecho, verdaderamente sólido. Era el pilar sobre el cual Ada sustentaba su vida. Así que para el momento que Alfonsina exhaló su último suspiro, el mundo se vino abajo. Todos los viejos monstruos y fantasmas salieron a la luz. Saltaron sus titanes…

Muerta su madre, Ada  debía, entre otras cosas,  enfrentarse a su padre sin intermediarios. Y hablamos de un hombre férreo y muy rígido, que pretendía a toda costa lograr que su hija viviera y  se comportase cómo lo haría una “jovencita de bien” en la década de los treinta, aun cuando ya corrían los ochenta.

La familia de Ada era una familia pequeña pero complicada. La madre (Alfonsina), una mujer dulce paciente y abnegada.  Esposa fiel y sumisa. Dedicada por entero a su hogar  y a su esposo. Con él  tuvo tres hijos. Ada  (la mayor), Katalina la hija del medio y Arnaldo el menor.

Alfonsina se casó siendo aún muy joven con Constante, quien ya para entonces era un hombre noble pero severo e inquebrantable en sus principios.  Alfonsina jugó siempre el papel de esposa modelo. Y hay que decir que en el fondo lo disfrutaba; al extremo de ser ella quien le ponía y le quitaba las medias a diario. Pero al enfermar gravemente y quedar postrada ya no pudo hacerlo más y entonces le suplicó a Ada hacerlo por ella. Ada obedecía, pero bajo protesta pues reprochaba semejante conducta servil que además no comprendía. “¿Por qué no se quitaba y ponía las medias él mismo?” -pensaba-  Pero una simple dulce intervención de Alfonsina (incluso tendida en su cama casi agonizante) y Ada hacía lo solicitado sin chistar. Tal era el poder de su madre. Quien además tenía  la capacidad de encontrar algo bueno siempre en toda persona.

Como padre Constante era ante la vista del mundo, casi perfecto. No  permitía que nada, absolutamente nada faltara en casa o a los hijos. Colmaba de regalos y atenciones a todos, pero al mismo tiempo exigía ser tratado como rey. Servido y atendido como el amo y señor de ese pequeño reino que conformaba su singular familia.

Por ser Ada la mayor y ser mujer, Constante le exigió aprender a tocar piano, a tejer y bordar y la obligó a pasar sus años de juventud  en un austero colegio de monjas. Ella odiaba todas esas cosas. Amaba el arte, la escena, el teatro, la literatura. Jugar a las escondidas, sostener una guerra de pulso, armar trenes, aviones, pistas. Las muñecas con las cuales inicialmente estaba obsesionada, al punto de generarle pesadillas el no poseer una en particular, pasaron a segundo y tercer plano. Asuntos del vestuario no eran de su competencia. Hasta en este sentido resentiría la pérdida de su madre pues era ella la que se ocupaba de comprar y substituir su guardarropa, incluyendo la ropa íntima.   Esta actitud y forma especial de ser de su hija, fascinó a Constante hasta que nació el varón… Allí todo cambió para Ada. Las cosas que hacía o decía ya no eran “apropiadas”.

Al contrario para el varón cuyas aventuras con las muchachas del barrio por ejemplo, eran para Constante motivo de orgullo .

Con Ada era otra cosa. A Ada le estaba literalmente prohibido flirtear. Es más, toda muestra de afecto con cualquier chico, podría ser considerado signo de debilidad emocional.  Por ello  Ada siempre se cuidó de mostrarse absolutamente indiferente al respecto. No obstante, con su madre era otra cosa. Con Alfonsina podía ser ella misma. ¡Y claro que se había enamorado! Pero a escondidas del padre.

Cuando Alfonsina enfermó, todo explotó de repente. Y se imaginaba siendo la “chica femenina y obediente” que esperaba el padre. ¡Nada más lejos de la realidad!  Cursaba el sexto semestre de la universidad en la Escuela de Filosofía. Era una alumna sobresaliente. Destacada. Al punto de habérsele ofrecido una preparaduría. Amigas mujeres pocas o ninguna. Vivía rodeada de muchachos con quienes se sentía más cómoda sin tener que asumir poses.

Para cuando quedó claro que la enfermedad de su madre era terminal y  que en breve se la llevaría, Ada decidió olvidar  todo. Suspendió las clases en la universidad. Paralizó los trabajos de corrección de texto y  por supuesto, se olvidó totalmente del activismo político, cosa que ocupaba buena parte de su tiempo. También había dejado de escribir. Y aunque este abandono en realidad no iniciara con la enfermedad de su madre, se concretó cuando  se dedicó en cuerpo y alma nada más que a cuidar a la mujer que hasta ese momento, le había permitido llevar una suerte de vida dual sin menoscabo de nadie.  ¡Ni a tomar café salía! Y hay que decir que Ada tenía una vida social activa. Pero al conocer la verdad sobre el estado de su madre, se avocó veinticuatro horas por veinticuatro a cuidarla. No quería, no podía perderla. Una forma egoísta de poder se empadronó de su persona. Se convenció que podría impedir a toda costa esa muerte. Sometió a Alfonsina a toda clase de tratamientos, algunos de los cuales aún en fase experimental. 

 Además de dejar toda su vida atrás, también se abandonó un poco a sí misma. Engordó mucho más. Y es que todos sus miedos, ansiedad, e impotencia, las canalizaba comiendo. Esto sumado a que no hiciera mayor ejercicio esos meses,  la llevó a pasar la frontera de los cien kilos. Pero lo cierto es que esto ya no le interesaba. Lo importante, lo único válido para ella, era estar al lado de su madre. 

Arnaldo el hermano de Ada (considerado por muchos el más guapo de la familia), afrontó la muerte de su madre de forma muy distinta. Siendo el centro de atención de jovencitas, Arnaldo se tornó algo narcisista por lo que al fallecer Alfonsina, el desconsuelo brutal de Ada además de parecerle excesivo, lo consideraba enfermizo. Y prefirió ignorarla. Para Arnaldo, inteligencia y apariencia son complementarias y la una no existe sin la otra. Así que Ada y su quejumbrosidad, le resultaban una carga con la que él no estaba dispuesto a lidiar. Y en realidad tampoco sabía cómo hacerlo.

Muerta Alfonsina,  Arnaldo se concentró en su proyecto de concretar con alguna pareja de “buena familia”.  Consolidar una relación donde él tuviera preferencia y primacía.

En este tornado de emociones vivas y contrastantes, casi olvidada incluso por Constante, gravitaba por inercia  la hermana del medio: Katalina la “niña enferma”.

Ella era particular. A la edad de cuatro meses sufrió un paro respiratorio que provocó falta de oxígeno en el cerebro , y la consecuente lesión. Por lo tanto era hemipléjica y tenía retraso mental. Aunque a decir la verdad, a Ada le asombraba las cosas que hacía y decía mal grado su discapacidad. De hecho, muchas veces jugó a imaginarla sana, sin enfermedad alguna, y no podía menos que suponer que Katalina se habría comido al mundo y a sus hermanos de haber sido este el caso. De nada habrían servido la belleza, ambición y capacidad de negociar de Arnaldo, o la inteligencia emocional de Ada pues Katalina con pragmatismo y calculador egoísmo, se los habría tragado a todos y sin dejar rastro...

La noche que murió Alfonsina, Ada no tenía fuerzas ni alientos para todo lo que vendría. No quería saber de morgues y funerarias. Por lo que le suplicó a su padre  no obligarla a participar de todo el ritual que precede a la muerte. Vale decir: recoger el cadáver, llevarlo a la  funeraria, prepararlo, velarlo y  enterrarlo.

Ada dedicó las últimas semanas de su vida por completo a su madre, pero ya habiendo ella cerrado los ojos en sus brazos, nada mas le restaba por hacer. Salvo auto compadecerse e incluso sentirse culpable por haber insistido hasta el último minuto en tratamientos milagrosos que detendrían su muerte. Jugó por razones muy egoístas a ser Dios, y esto sólo la cargaba de más y más dolor.

Y sorpresivamente para Ada, su padre comprendió la situación y antes bien se mostró solidario y cooperativo. Alejó a su hija de todo, llevándola a casa de una amiga. E hizo lo mismo con Katalina dejándola a la custodia de unos vecinos. De las exequias y de todo el ritual que una muerte supone, se hicieron cargo Arnoldo y Constante.

De los días que siguieron tras la muerte de Alfonsina, Ada tiene poca memoria. Recuerda estar acostada sin ánimo de levantarse ni siquiera para asearse.

Según Ada fueron unas horas. Pero en realidad trascurrieron tres días.

Constante, ya seriamente preocupado, intervino:

-Ada ¡Tienes que reaccionar! ¡Vas a enfermarte seriamente! No comes, no bebes, no te aseas ni siquiera. Por favor !Levántate! !Estás haciendo sufrir el alma de tu madre! ¿Cómo piensas que ella pueda descansar en paz viéndote así?.

Este comentario dio en el centro, pues lo último que  ella querría es hacer sufrir a su madre. Así que de mala gana se levantó. Se dio un baño rápido y se echó en el sofá.  Sus ojos clavados en  el techo. Entonces el padre le sugirió  llamar a un amigo: -Ada, sal  a tomar algo. No sé, conversar. Cambiar aire. Eso te haría bien.

Ada lo miró de reojo fastidiada. Pero aún así  decidió complacerlo y de mala gana levantó el teléfono para llamar a su amigo Gerardo. Él  vivía en el mismo edificio, y aunque no era ni alegre ni parlanchín, sabía callar con mucha naturalidad. En estos momentos era exactamente lo que ella quería: un silencio confortablemente compartido.

-Aló ¿Gerardo? Hola. Es Ada.

-Hola Ada. Ni te pregunto cómo estás. Puedo imaginarlo.

- Si Gerardo. No estoy bien. Pero en fin. No te llamo para darte detalles de mi estado de ánimo. En realidad te llamo porque resulta que  el jefe de esta familia rota quiere a toda costa que yo salga de casa. ¿Podrías acompañarme a tomar una cerveza? Pero eso sí,  en silencio. Digo en silencio pues no quiero ni hablar de nada. Ni de lo “mal que me siento”. No quiero conversas “terapéuticas” o “sanadoras”. No quiero condescendencias. Ni  ningún cliché de esos que se dicen siempre. Sólo quiero una cerveza y nada más.

-Ada, cuando dices: ‘jefe de esta familia rota ¿Te  refieres a tu padre?   ¿Verdad?                

-Si, el mismo

-Bueno. No se diga más. Ya mismo paso por ti.

Y eso fue todo. No hizo falta mayor explicación para que Gerardo aceptara acompañarla.

Pocos minutos después ambos salieron del edificio, cruzaron la calle y entraron en una taberna ubicada justo al frente.

 Una vez  allí, procedieron a elegir una mesa apartada en un rincón.

Los rodeaban voces, algarabías, sonidos de copas y platos pero, realmente, a ninguno de los dos molestaba ese ruido. Su silencio cómplice era imperturbable. En ese momento el mundo se reducía a dos jarras de cerveza …

Los Titanes en el interior de Ada continuaban rebotando. Ella quería no sentirlos. Sabía que si se soltaban, el siguiente paso sería la locura. Quizás, sólo quizás, una fría cerveza los apaciguarían.

Los muchachos pidieron dos cervezas negras. Al recibirlas ambos permanecían callados.  Luego, viéndose a los ojos, muy quedo, los dos susurraron con  ironía: “salud”…

 

CAPITULO 2   El encuentro

Gerardo y Ada  cuando visitaban la taberna, solían realizar un juego que consistía en observar a todos y cada uno de los clientes, para luego elaborar diversas teorías sobre quienes eran en realidad esas personas. Jugaban a diseñar el perfil psicológico de gente que no habían visto jamás. Analizando comportamientos, modos, lo que tomaban o comían y cómo lo hacían, además de sus atuendos y otras características, para así decidir qué  tipo de personajes eran (alegres, borrachos, intelectuales, padres de familia, mujeres de cacería, etc.). Luego entre sí confrontan conjeturas. Era un juego que desde siempre a Ada le encantaba hacer y que Gerardo disfrutaba (aún cuando él no era muy bueno analizando y haciendo inferencias). En realidad, así como no era un buen conversador tampoco era buen observador. Pero eso no le quitaba diversión al asunto, al contrario, la incrementaba, pues le permitía a Ada tener control y  liderazgo del análisis, y eso a ella le daba satisfacción.

 Ada realmente disfrutaba muchísimo hacer este juego. Por ello estaba totalmente enfocada en una pareja de la mesa de al lado y no en Gerardo. Aunque a decir la verdad, a él no le molestaba en lo absoluto la desatención. Antes bien gozaba viéndola tan concentrada, ansioso de conocer el resultado o conclusión  de su pesquisa…

En esta oportunidad la pareja que llamaba la atención de Ada, tenía características muy peculiares. Ella maquillada  excesivamente, rubia falsa (demasiado amarillo para un color de piel tan moro), de unos cuarenta años aproximadamente, muy provocativa en sus gestos y movimientos. Con un enorme escote que dejaba ver dos enormes pechos apretados contra ellos mismos. Una cadena de imitación de oro que se  enterraba literalmente en la raya que quedaba de espacio  entre las dos protuberancias. Tenía claramente una actitud de coqueteo abierto. En franca cacería. Su mira era un  señor mayor, rechoncho sentado frente a ella. Un señor con toda la características de ser un abuelo sinvergüenza. Con cabello pintado de negro, no castaño claro o cenizo ¡Negro! (el escaso que le quedaba). Si tenía  ochenta años eran pocos. Pero aún así intentaba comportarse como un joven galán. Esa noche llevaba un  pantalón de pinzas clásico, camisa ajustada y puño cerrado. Y dejando los tres primeros botones abiertos. De esa abertura se asomaban unas cuantas canas, en franco contraste con su cabeza. Se notaba una muy importante diferencia de edad con la mujer a la que, dicho sea de paso, simulaba escuchar atentamente cuando en realidad toda su atención estaba puesta en el escote. Y mientras Ada está concentrada en esta singular pareja, notando más y más detalles para su juego, descubre que alguien a su vez la está detallando a ella. Un individuo flaco, delgado y  arrogante,  de grandes bigotes negros,  ubicado justo detrás de la  cuarentona oxigenada.

El vejete ni cuenta se había dado de la presencia de este hombre, porque su mirada, su conexión neuronal, sus ojos y su lívido sólo enfocaban el movimiento de los gelatinosos melones  de la mujer que, por su parte, se había avocado a la tarea de alborotar la testosterona a su interlocutor y por lo tanto tampoco se percató que hubiese alguien cerca de ellos.

El flaco, aprovechando que era prácticamente invisible para estos dos, se dedicaba a morisquetear y hacerle señas a Ada. Importando muy poco que ella estuviera acompañada. Cuando entiende que Ada lo había notado, con una gran sonrisa le hace  un mohín. Y con la boca señala a Gerardo. Se pasa el índice por el cuello en la clásica señal de “éste está muerto” y  sin dejar de apuntar hacia Gerardo con la boca, sacude la cabeza de lado y lado . Luego, sin dar tiempo a Ada de reaccionar, se retira  riendo a carcajadas. Se coloca justo de espaldas a ellos, en otra mesa donde estaban reunidos un grupo de hombres y a los que saluda demostrando que los conocía, rompiendo todo contacto visual con Ada.

En esa mesa en cuestión, había tres sujetos. Uno de apariencia muy serio e intelectual. Vestido con un formal y aburrido traje gris. Muy  rígido. No sabe bien  porqué pero habría jurado que se trataba de un contador o quizás  un auditor. Lo que si estaba claro era su incomodidad. Definitivamente no estaba a gusto.  Los otros dos en cambio, informales en el vestir y en el actuar, en franca tertulia y algo alegres, no paraban de hablar. Se daban la razón unos a otros y cada tanto se estrechaban la mano entre ellos en señal de estar sincronizados en sus opiniones.  No había punto de coincidencia entre el rígido hombre de traje formal y los individuos inmersos en la ruidosa discusión sobre Dios, la Iglesia, los ateos y la creación. Ese disparejo ensamble hace suponer a Ada que esos hombres se reunieron por casualidad, motivados a beber. Por alguna razón se sentaron juntos en la misma mesa, seguramente porque se conocían, coincidieron y nada más. Y lo confirmaba el hecho de incorporarse el flaco a la tertulia sin ser invitado, pero recibido eso sí sin mayores sorpresas o problema. Sin embargo, de sus conjeturas nada le dijo a Gerardo. Y tan sólo le preguntó:

 -¿Por casualidad conoces tú al tipo ése que está ahí , justo tras de ti? Gírate con disimulo Gerardo para que lo veas.

Pero Gerardo hizo todo lo contrario y se volteó abiertamente y con total desparpajo (a Gerardo las sutilezas de este tipo ni le salían ni le funcionaban). En ese justo momento el flaco también estaba volteando. Y se encontró con los ojos de Gerardo que lo escanearon desvergonzadamente de arriba hacia abajo ( aún sabiendo que el flaco lo veía). Luego, devolviendo el cuerpo y la cara hacia Ada y mostrando total indiferencia por el flaco, le informa a su amiga:

-Personalmente no. No lo conozco. Pero se que lleva algunos días frecuentando esta taberna. Y se también que es un fresco y siempre está bebiendo. ¿Por qué? ¿Ya le ubicaste perfil? ¿O es simple curiosidad?

No le dio tiempo a Ada de responder. Y esto porque el flaco habiendo sido groseramente contemplado por Gerardo, fue directamente hacia la mesa donde estaban ellos. Se colocó al lado de Ada, y poniéndole una mano en el hombro (como si la conociera de toda la vida), le dice:

-No es necesario que me mandes a revisar con otra persona.  Yo mismo me presento y te digo lo que quieras saber.

Acto seguido toma la mano de Ada con ambas manos, la acerca a sus labios pero sin besarla del todo, solo rozando con el aliento y algo de la piel con su bocal. Y sin soltarla, como si le hablara a la mano se presenta: 

-Mucho gusto. Me llamo Manuel Pérez Alcalde, para servirte mi amor…

Ada sintió un escalofrío recorrer su  columna. No sabía si responder, retirar la mano, enfurecerse o decir trémula su nombre. Lo que si era claro es que la había electrizado. Ada sentía que el  corazón iba a salirse del pecho. Y todo esto para ella no tenía ningún sentido. Estaba acostumbraba a adormecer sus emociones. Y a tener el control sobre ellas. En parte porque no quería confrontarse y mucho menos mostrarse débil y en parte porque siempre fue del tipo que todo lo analiza y desmenuza. Incluso antes de permitirse algún sentimiento. Por ello todo esto no tenía el menor sentido. Que el corazón latiera a tal revolución y la piel se levantara tan sólo porque un atrevido se presenta… bueno, estaba en una dimensión que definitivamente Ada no sabía manejar .

Entre tanto Gerardo estaba molesto. Acomodándose en la silla y moviéndose nervioso de un lado a otro porque, a fin de cuentas, Ada estaba con él, y por muy su amiga que fuese y nada más, un extraño no debía permitirse irrumpir en la mesa y tratarlo a él como una silla más de mobiliario. Así que finalmente reacciona y le dice muy serio y circunspecto a Manuel:

-¡No seas falta de respeto! ¡Nadie te invitó! ¡Haznos el favor de soltar a Ada y largarte!.

Sin prestarle una vez más atención a Gerardo, cómo si nunca hubiese hablado, y aún sosteniendo la mano de Ada, le dice pícaramente mientras se acerca al rostro de ella: -¡Ah! Te llamas Ada.

 Y añade: -Dime Ada ¿Además de linda, eres muda?.

¿Necesitas representante para hablar?

Ada le arrebata la mano con fuerza. Retomando el control sobre si misma y viéndolo  enardecida, le dice:  -Para comenzar eres un atrevido, un falta de respeto. Para seguir me parece que estás borracho o cuando menos algo tomado y yo odio a los ebrios. Y para terminar, no, no soy muda y quisiera pedirte que por favor te retires. Estás definitivamente faltando el respeto a nosotros dos, no sólo a mi.

 Gerardo a todo esto, agrega haciendo un gesto con la mano, como quien sugiere a alguien  irse: -Y ya escuchaste a la señorita. Estás invitado a volar. ¡Fuera!.

 

Pero una vez más Manuel ni siquiera se inmuta. De nuevo obviando a Gerardo, se acerca otra vez a Ada, sonríe, busca sus ojos con la mirada y le dice en tono jocoso: - Creo que te equivocaste en la posición de tus opciones, la tercera no debió haber sido reconocer que no eres muda. Es obvio que hablas. Esa debió ser la primera en la lista. Estás como confundida. ¿Algo te ha perturbado mi vida?.

En este punto, ya Gerardo había perdido totalmente la paciencia. Dio un tal golpe a la mesa que, no siendo esperado, sobresaltó a Ada y a todos alrededor de ellos. Hasta Manuel dio un paso atrás y por primera vez dirigió la vista hacia él. Y entonces preguntó:- ¿Por qué tanta hostilidad y agresividad? ¿Qué pasa? La vida hay que vivirla, parece que estuvieran en un velorio y no en una tasca.  ¡Yo sólo trato de animar la cosa! Y luego, en una clara actitud de desparpajo, apunta el índice hacia Gerardo diciéndole: -Tú , cómo te llames, eres pesadísimo, estás aquí sentado con este mujerón y pareces una estatua de sal.

Gerardo se levanta del sitio. Va directo hacia Manuel y le grita: ¿Qué clase de idiota eres? ¡A ella se le murió su madre hace pocos días! Logré sacarla a distraerse por fin y vienes tú a martirizar, payaseando y abusando. ¡Haznos el favor de retirarte ya!.

Fue tal  la vehemencia puesta por Gerardo al dirigirse a Manuel que  se hizo un total silencio en la taberna. Todos voltearon hacia esa mesa.

Ada mortificada y avergonzada, sin levantar la cabeza, le pide a Gerardo sacarla de allí.

Por su parte Manuel cambió radicalmente de actitud. Sintió un baño de ternura hacia Ada. Y una gran pena  por la torpeza que puso de manifiesto.

Y mientras alejado de la mesa, había ido en busca del mesonero para liquidar la cuenta sin esperar,  Manuel aprovecha para acercarse de nuevo a Ada. Le dice realmente compungido: - Lo siento. No tenía idea. Soy un patán. En serio que si. Soy tan patán que mi esposa me puso de patitas en la calle y por eso ando aquí, payaseando como dice tu amigo. Pero de verdad, verdad, me agradas mucho y lo único que quería era tu atención.

En ese instante regresa Gerardo. Retira a Manuel de un empujón del lado de Ada. La toma por el brazo y la conduce a la puerta.

Mientras salían, Manuel grita: -¡Ada estoy aquí si quieres hablar! ¡Ojalá quieras!.

Ada ni siquiera voltea a mirarlo. Simplemente se dirige hacia la puerta precedida por Gerardo.  Mientras cruzaba la calle ella le dice:  -Gracias Gerardo , gracias por todo, pero quiero estar sola. Espero no te moleste.

Gerardo le aseguró comprender perfectamente. Simplemente la acompañó hasta la puerta de la casa. Le dio un beso en la mejilla y le dijo: - Lamento la escena con el borracho ése. Descansa.

Una vez en casa se da cuenta que todo está demasiado callado. Pero no investigó nada. Simplemente se lanzó vestida a la cama soltando el bolso en el suelo. Por lo callado y tranquilo que estaba el apartamento, era seguro que Katalina y su padre se encontraran durmiendo y Arnaldo probablemente habría salido.  ¡Qué más daba!.

De su cabeza no salían las palabras de Manuel y su mirada. Y miles de cuestionamientos que ella se hacía: ¿Por qué ese tipo arrogante y ebrio impacta tanto en mí al punto de hacerme olvidar por un momento a mi madre? ¿Qué hay de particular en él?.

Entre pregunta y  revisión mental de lo sucedido,  fue quedándose dormida. Para cuando el sueño  la venció aún se preguntaba muchas cosas. Ya no sólo en virtud de Manuel y las emociones que había  despertado, sino también en relación a ella y cómo retomar el rumbo de su vida. Qué hacer y cómo hacerlo. No podía imaginarse en ninguna proyección ni de ninguna manera. Pero estaba realmente agotada desde todos los frentes para siquiera plantearse vías. Se dejó llevar. Y con la misma posición en la que se echó en la cama al llegar, asimismo se quedó dormida.

miércoles, 25 de agosto de 2021

"EL FRASQUITO".

Cuando me pidieron echar a la basura un simple y sencillo frasquito de vidrio me negué. Me negué absolutamente. Corrían los años de 1967. Mis padres habían logrado el sueño de comprar un apartamento. Hasta ese momento habíamos vivido en un lugar, chiquito, oscuro y húmedo (según mis padres porque yo lo recuerdo como un lugar de aventuras). Papá había ahorrado (trabajando doble y a veces triple turno como prensista en una tipografía). Con esos ahorros dio parte de la inicial y completó el primer pago para la compra de un apartamento nuevo, con compromiso de pago a veinte años ¡Veinte años! Para mí en ese momento alguien de 20 años era casi un ser venerable. El apartamento en cuestión estaba en un edificio que acababa de construirse. Allí, padre, madre y tres hermanos de ocho, seis y tres años respectivamente, debíamos iniciar una nueva vida. Mamá estaba feliz porque la nueva vivienda tenía una “enorme y amplia cocina” cosa que nunca tuvo en la otra casa. Donde vivíamos antes, la cocinita a gas se “integraba” con mi cama, un televisor y una mesita…Saquen sus cuentas. Mi padre soñaba con ver a sus hijos dormir en una habitación y no en una sala común. Y además había un balcón para plantas y flores, cosa que en el otro sitio no. Es decir, si, pero en un patio común que todos los del edificio compartían. En fin. Al expectante lugar que debía cambiar por completo nuestra forma de vivir, llegamos una tarde de un viernes.Yo, con apenas siete años, y no muy conforme de abandonar el sitio donde había transcurrido toda mi vida, mis hermanos viviendo la experiencia como un juego, y mis padres definitivamente cansados pero felices… Fuimos los primeros en mudarnos al edificio de ocho pisos. Un sitio que lucía “gigantesco” en comparación al anterior. Cuando nos instalamos allí como pioneros, éramos apenas dos familias. Imaginen una construcción de ocho pisos y siete apartamentos por piso y tan sólo dos familias habitándolo. El eco era rimbombante a causa del vacío. Y no había luz fija en las áreas comunes. Ésta se apagaba tras pocos minutos de encenderse (la novedad del ahorro eléctrico). Papá, dado el acontecimiento de las luces y temiendo se apagaran antes de llegar a casa, (en el otro lugar había un bombillito prendido siempre), aprendió a anunciarse en cuanto entraba al edificio. Esto lo hacía silbando melodías. Mientras el edificio duró semi vacío, nos era posible escucharlo ya desde la planta baja (habitábamos en el segundo piso). Entonces mamá corría a abrir la puerta mucho antes que él llegara ante ella Este ritual de anunciarse y abrir la puerta se hizo por años y se convirtió en una marca de mi padre. Nos mudamos en diciembre. Y estaba cerca la navidad. Y una noche llega papá, silbido por delante, muy alegre y festivo. Tan alegre que mamá dijo: “llega papá y llega contento”. La razón de su alegría era que había recibido de su jefe un montón de halagos sobre su desempeño como prensista, halagos que le otorgaron junto a una enorme cesta navideña repleta de todo tipo de cosas deliciosas. Había turrones, bombones, nueces, panetones, vino, champagne, ponche crema, encurtidos variados, quesos y champiñones en aceite. Los champiñones en cuestión venían en un curioso frasco de vidrio con tapa de madera muy semejante a un honguito rechoncho. Esa navidad la mesa fue una fiesta. Dos veces al año (enero y agosto) mamá preparaba berenjenas al ajillo y pimentones asados. Cuando eso hacía, recolectaba frascos de vidrio para conservarlos. Pero ese año no tuvo necesidad de hacerlo pues gracias a la súper célebre cesta navideña, frascos había a granel. Todos los contenedores fueron debidamente lavados, hervidos y reciclados para recibir pimientos y berenjenas. Todos menos uno. Precisamente el que tenía forma de honguito. Pues a mamá le parecía que era “muy lindo” como para ser un simple frasco de conservas. Y lo convirtió en un salero. Durante años, cada vez que salábamos el pollo o la carne, acudíamos al resplandeciente honguito que nunca dejó de exhibirse. Era el frasquito consentido de mamá.Frente a ese frasquito mi madre preparó sus famosas lasañas. Frente a ese frasquito yo di mis primeros pininos en la cocina. Frente a ese frasquito largas conversaciones café en mano se dieron. Frente a ese frasquito lloramos, decidimos, y nos reímos. Y es que el corazón de mi casa siempre fue la cocina. La mayor parte de nuestro tiempo como familia transcurría allí. Y en esa cocina amplia, mamá había colocado una mesita pantry de cuatro puestos. Sobre esa mesita resplandecía el honguito salero y allí se manejaban los hilos de nuestro día a día. Desde un simple “qué vamos a comer hoy” hasta una descripción detallada de las noticias de prensa pasando por chismes y anécdotas, propias y de otros, tenían lugar allí. Recuerdo cuando conversaba con mamá en la mesa de la cocina, si la conversación era seria, mamá tomaba el frasquito entre sus manos y lo giraba lentamente, como un anti estrés. Si la conversación subía de tono y requería carácter de su parte, el frasquito era golpeado sobre la mesa como mazo de juez. Y si el asunto era divertido, entonces mamá lo tomaba, lo miraba y lo volvía a poner en su sitio como para darse un respiro entre carcajada y carcajada. Cuando murió mi madre (muy a destiempo pues tenía tan sólo 52 años), yo le pedí a mi padre me permitiera cambiar la casa. Muebles, estilo, colores. Todo. Quería tratar de alejar el dolor que me producía los recuerdos de mamá cambiando el escenario, Mi padre me advirtió que eso no cambiaria mi dolor, sólo el tiempo. Pero a pesar de sus argumentos (que recién hoy entiendo), accedió. Y todo fue cambiado. Substituido. Todo excepto las ollas decoradas de mi madre (que ni siquiera usaba para no dañarlas), y el frasquito honguito… La remodelación y transformación había sido intensa, pero esas cosas no se fueron. No tuve el coraje de deshacerme de ellas. Especialmente del frasquito.Aclaro que la cocina continuó siendo el “alma” de la casa. Si mi padre y yo decidíamos algo importante o planificábamos cualquier cosa, esto se hacía en la cocina mientras comíamos queso o algún dulce. En una ocasión papá tuvo que decirme que las cosas estaban marchando no muy bien en la empresa. Que tenía “miedo” y que debía poner una segunda hipoteca sobre la casa pues necesitaba inyectarle dinero a la tipografía (para entonces ya no era obrero, era socio) Recuerdo como hoy que mientras él me explicaba con detalles su plan, yo tenía la vista puesta en el honguito. Y mis pensamientos se enfocaron a través de esa imagen. Se hizo la hipoteca. Por algunos años viví con miedo de perder la casa. Mas no fue así, Una mañana mi padre trajo consigo el documento de liberación. Y ¿Dónde me dio la gran noticia? Pues sí. En la cocina, frente al frasquito Si me sentara a contarles lo que delante a ese honguito se vivió, no terminaría nunca. Pasan los años y llega el triste momento de la muerte de papá. Con su partida, cayó sobre mí una avalancha de sucesos. Sucesos que, uno tras otro en efecto dominó, me obligaron a tener que dejar el apartamento de toda una vida. Dejar atrás vecinos con quienes compartí décadas y lo que hasta entonces había sido mi vida. Yo ya estaba casada. Y había nacido mi hija Constanza quien tenía entonces cinco añitos.Me casé en el año 1995 y nunca me animé a irme a vivir sola con mi esposo. Primero porque le temía al compromiso económico que podía representar un pago firme de alquiler cada mes, y segundo porque había desarrollado una tal amistad con mi padre, que no me imaginaba lejos de él. Afortunadamente a mi marido le ocurría lo mismo. Se quisieron mucho papá y mi esposo a pesar del turbulento inicio de los primeros tiempos (que ya les contaré en otro cuento). Ahora debíamos mudarnos a una pequeña ciudad que sólo habíamos visitado de paso. Donde no habría “señor José” que nos vendiera fiado, ni “señora Ana” que nos diera deliciosas hallacas en diciembre… Comienza así la pesadilla de la selección. Qué cosa te llevas, qué desechas, qué regalas. Hay que meter en cajas tres generaciones. Es la clásica y triste elección cuando uno se va de un sitio. Qué nos llevamos, qué dejamos a qué renunciamos. Estábamos en ese apogeo, embalando, etiquetando, desechando, cuando una amiga que me estaba ayudando, al verme tomar un frasquito de vidrio para meterlo en la caja de lo que me llevaría, dijo: “¡Eso no es más que un pote viejo de vidrio! ¡Bótalo! ¿Para qué guardas eso? Por favor, inician una nueva vida. Deben ir ligeros ¿Es que acaso eres acumuladora?” Ni le contesté. Es más, no pensé en nada. En automático lo forré con papel de embalaje y lo puse en la caja. En esta nueva aventura estábamos dejando atrás un apartamento para venir a vivir a una casa. Con ruidos que no reconocíamos. Temerosos de todo lo confieso. En esta turbulencia, el frasquito salió de su caja y fue puesto en la cocina en cualquier lugar. Y sinceramente, en tal vorágine, no volví a preocuparme de élLas cosas no estaban fáciles. Muchas veces nos ganaba el ansia, la angustia. Y recuerdo más de una vez decirme a mi misma: “tranquila Aida, todo estará bien, hicimos lo correcto”. Desde esa mudanza han transcurrido doce años. Muchas cosas sucedieron. Cosas que me han obligado a dejar a mi hija, a mi esposo. Cosas que me tienen trabajando en algo para lo que no me formé. Lejos de lo que más me importa en la vida. Yo no estoy con mi familia. Pero el frasquito sí. Allí está, inocente a mi distancia y a mi dolor, inocente a la angustia y melancolía de mi hija y mi esposo… La realidad no cambia aun cuando el frasquito nunca se hubiese rescatado. Segura estoy que las cosas no habrían sido diferentes a como lo son hoy. Los recuerdos y las vivencias no se quedan donde están los objetos. Todo lo que sucedió luego de la mudanza, viene a mi mente sin necesidad que algo en particular me lo recuerde. Y es que van conmigo donde esté.El recuerdo y la nostalgia hay que valorarlos. Hay que vivirlos y atesorarlos pero dentro de nosotros. Con nosotros. En nosotros. Seguro todos tienen su “frasquito” del que no quieren o no pueden desprenderse (fotos, medallas, cartas, etc.). Y si les tocara soltarlos en un momento determinado, les parece que estarían traicionando a seres amados. Si por alguna razón les toca dejarlos en el camino, no tengan miedo. Esas presencias materiales no van a cambiar ni a favor ni en contra las cosas. Atesoren lo que realmente cuenta: sus experiencias En cuanto a mí. Trabajo en el camino que pueda llevarme de vuelta a casa. Y si para entonces el honguito aun sobrevive, me dará mucho gusto reemplazarlo por un nuevo y rutilante salero. Con ello no traiciono a mamá. Al contrario. Le demuestro que formó a una mujer capaz de avanzar con lo que realmente cuenta: Lo que soy. Las memorias se construyen y dan paso a nuestra existencia y paso por la vida.

lunes, 9 de agosto de 2021

UNA HISTORIA QUE NO ES CUENTO 
 “La matica de guanábana”

Antes de echarles el cuento de la matica, primero quisiera hablarles del lugar donde esa matica nació: Un pequeño apartamento de dos habitaciones que albergaba a cinco personas. Mamá, papá y tres hermanos (dos hembras y un varón). Y también un perro, un gato y dos canarios. Además de las dos habitaciones, el apartamento tenía un gran balcón y un amplio salón. Mis padres (si, porque es de la casa de mi adolescencia que les estoy hablando) optaron por eliminar el balcón y reducir la sala a fin de ganar espacio para hacer una tercera habitación. Así, el balcón desapareció y en su lugar quedó un ventanal de extremo a extremo. Lamentablemente el ventanal no tenía vista salvo un enorme paredón al frente. Por ello mamá cubrió el ventanal de plantas. Todo se veía muy verde, agradable y tropical. 


Cuando mamá murió, yo continué cuidando con esmero ese lugar. Ese punto era un paso obligado para ir y venir de las habitaciones a la cocina. Y a todos nos gustaba merodear por allí buscando bocadillos de medianoche. En una de esas incursiones, mi padre se preparó un plato de guanábana en trozos. Y comenzó a comerla camino a su cuarto. Cuando pasó frente a la ventana, escupió una semilla que cayó directamente al porrón del ficus. Con una sonrisa de oreja a oreja dijo: “Allí quedó…” y siguió su camino. Algún tiempo después ,mientras arreglaba el mini jardín, me consigo con una guanábana germinada. Muy erguida ella compartiendo espacio con el ficus. A todos nos pareció divertido, pues germinó tras venir directa de la boca de papá. Lo cual nunca fue su propósito. Así pues allí la dejamos. 

Años después mi padre fallece. Y yo (por otra historia que me obligaré a contarles un día,) tuve que dejar el apartamento. Y la ciudad. Con mi esposo, mi pequeña hija, mis esperanzas de comenzar de nuevo y mi matica de guanábana, me mudé a otra ciudad a una pequeña casita. Allí en esa casita había un cuadrado de tierra en el patio frontal donde plantar la guanábana. Y eso hicimos. La sembramos en la tierra. Por algún tiempo seguía pasmadita en su rincón. Pero tras algunos inviernos, la matica comenzó a crecer. Le sentaba estar en la tierra. Llegó a ponerse de mi tamaño, hasta que … hasta que nuestra perra (una preciosa cachorra de pitbull), decidió “jugar” con el arbusto. Y con sus poderosas mandíbulas lo destrozó y convirtió en un palo deshilachado con un cementerio de hojas alrededor. 

Quedó en tan mal estado que todos dudamos pudiera salvarse. Incluso el jardinero de la casa vecina al verla movió su cabeza de un lado a otro señalando: “eso no tiene remedio”. No la desenraicé. Dejé el palo, que ya estaba algo leñoso, como guía para unas enredaderas. Triste por haber perdido la guanábana de mi padre, seguí mi vida. Otra vez corrió el tiempo. La cachorra creció y aprendió a respetar lo que no era de ella, plantas incluidas. Y una mañana regando las enredaderas, descubro en un nódulo cerca de la raíz de guanábana, unas hojas. Y no era la enredadera ¡No! ¡Era la guanábana! Llamé a cuantos pude para que lo vieran. A todos pareció increíble que a pesar del daño sufrido reverdeciera. Pero así fue... Se hizo más alta. Me superó en altura. 

Una noche se desata una tormenta. Flash de luces, seguidos de inmediatas rimbombancias sonora que demostraba lo cerca que caían los rayos. De pronto se escuchó un ruido estremecedor. La casa se sacudió. La luz se fue. Por el sonido, el impacto y el olor entendimos que se trataba de una centella que había caído muy cerca. En cuanto la tormenta amainó, salimos a evaluar los daños. Y entonces la vi: Mi guanábana destrozada... La centella había caído sobre ella. Esta vez sí que no había nada que hacer. El tronco se había partido en dos desde la misma raíz. Segundo duelo... Mi esposo cortó ambas partes del tronco pero no saco las raíces para no lesionar las plantas alrededor. Pasó un buen tiempo, no sé exactamente cuánto, el suficiente para que una lechosa (papaya) que habíamos sembrado, creciera y diera sus primeros frutos. Y evaluábamos la posibilidad de retirar algunos cuando mi esposo descubre en medio de las enredaderas, una tímida plantita asomándose. Me dijo: “dime loco, pero creo que esas hojas de allí pertenecen a la guanábana”. Y si. Era nuestra guanábana. De la base del tronco muy cerca de la raíz, estaba de nuevo reverdeciendo la planta. Enseguida liberé espacio. Retiré y cambié de lugar las enredaderas y sólo dejé las ornamentales al ras del suelo. Quería que la guanábana tuviera espacio, aire y sol para seguir en su milagroso proceso de regeneración. 

Luego de un par de meses otra vez teníamos en casa un precioso arbusto. Fuerte, hermoso. No tardó en llegar la florescencia y dar frutos. Nuestro arbolito se cargó de punta a punta. Cada guanábana que nos comíamos nos llevaba a recordar a papá y su inicio con ella. Pasó un año. El arbolito seguía creciendo y cargándose. Si me pidieran humanizarla yo diría que fue su época “más feliz”. Pero entonces otro daño. De repente una mañana notamos que el árbol lucía opaco. No tenía el verde hermoso de siempre. No perfumaba el ambiente. Sus hojas estaban todas manchadas. La fruta se desprendía aun verde y pequeña. El color del tronco cambió... La examinó a detalle el jardinero y nos informa que le "había caído una plaga" Le pedí que hiciera todo lo posible por salvarla. Yo misma me pasaba horas enteras tratando de limpiar hoja por hoja. Se pusieron en práctica todos los remedios comerciales y domésticos disponibles. Pero nada funcionó. En muy poco tiempo la guanábana se marchitó. No había brotes nuevos. Y a sus pies, otra vez, un cementerio de hojas mustias y frutos dañados. Tan dañada estaba que el tronco se pudrió y cedió. Ahora sí. La tercera es la vencida. Mi Guanábana murió. Esta vez pedí al jardinero la desenraizara por completo. El señor obedeció. Pero se llevó la raíz (mas bien una parte de ella) pues decía que quizás, salvando algo y plantándolo en maceta, se lograra de nuevo un milagro. "De repente" -repitió- Yo sinceramente no albergaba la mínima esperanza. No me parecía que de ese manojo ocre que se estaba llevando Don José pudiera lograr nada. Pero no me opuse al intento. 

Y así, unos meses después, cerca de navidad, el querido Don José, nuestro jardinero itinerante, toca la puerta. Con una sonrisa enorme en el rostro me entregó un porrón con dos hojitas y me dijo: “Feliz navidad”... Pues sí. Imaginan lo correcto. La matica de guanábana lo estaba haciendo otra vez. “¡Un verdadero milagro de Navidad!” - dije- dándole un abrazo al Sr. José. Esta vuelta decidí no regresarla a la tierra. En principio porque ya había en su lugar un orgulloso limonero y también porque me pareció que en un porrón estaría más protegida. Fue creciendo todo lo que una guanábana puede crecer en una maceta. Prisionera obviamente no daba frutos, pero estaba verde y bonita. Tiempo después me toca la triste tarea de separarme de mi hija y de mi esposo. Dejarlos en casa y aventurarme lejos para tratar de conseguir dinero pues la situación se había tornado muy difícil para la familia. Pero días antes de mi partida decidí plantarla en tierra. Mi esposo estuvo de acuerdo. El punto es que no teníamos "tierra" como tal. Todo el patio había sido cementado. Eso no nos detuvo. Rompimos el cemento y comenzamos a cavar. Pero por más que hundíamos la pala en el agujero, la buena tierra no aparecía. Solo arcilla, arcilla y más arcilla. Tierra ideal para hacer un jarrón, pero no para sembrar. No obstante, como el agujero ya estaba abierto, pusimos abono en él y la plantamos allí. No era un sitio ideal como donde se hallaba el limonero. Pero era lo mejor que podíamos hacer. A mi esposo le encargué la tarea de retirararla y devolverla a su maceta si notaba que la planta enfermaba, entristecía o se secaba. Y con el corazón chiquito por dejar atrás mi familia, mi casa, mi vida, sin saber cuándo los volvería a ver, partí rumbo a Europa. 

De ese momento ha transcurrido más de un año. He vivido instantes de verdadero drama. Y para sentirme cerca de alguna forma a mi hija, mi esposo, mi hogar, sostengo largas conversaciones por video llamada con ellos. Debo confesar que honestamente la mata de guanábana no es el tema central de esos encuentros aun cuando a ratos pienso en ella. Pero una tarde mi esposo me llama muy emocionado y me dice: “Antes que cualquier cosa que debamos hablar, quiero que veas algo” Lleva el teléfono al patio y enfoca la cámara a la mata de guanábana. Me dijo mientras me la mostraba: “Mira, mira mujer, tiene frutos. Tiene dos bellas guanábanas y date cuenta lo alta que está” Me quedé sin palabras. Porque me parecía increíble que con todas las condiciones adversas y habiendo pasado lo que pasó, esa planta nuevamente estuviera reverdeciendo. 

Cuando colgué pasé un buen rato contemplando las fotos que me envío mi esposo. Y pensando en analogías. Porque todos sufrimos destrozos en nuestras vidas: “tormentas” “plagas” “desenraizamiento” pero si abrimos los ojos al día siguiente, es porque no estamos muertos, Y si no estamos muertos podemos volver a comenzar. Como el hígado que se regenera a partir de un pedazo de él... A la mata, a mí, y a muchos de quienes hoy leen esto, le quedan raíces por dentro. Así que lo que hay que hacer es dejar a esas raíces hacer su trabajo. Y brotar un par de hojas… el resto vendrá solo. Lo decían muy claro las abuelas de uno: “Mientras hay vida, hay esperanza” Mi guanábana tiene el poder de la resiliencia. ¡Debo imponerme emularla! Y ustedes deberían hacer lo mismo... ¡Que la clorofila los acompañe!

domingo, 25 de agosto de 2013

Ya puede adquirirse mi libro "Forraje Narrativo I"  a través de AMAZON

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Además de ser vendido por  Amazon, existe la posibilidad para quienes no puedan pagar en dólares, de solicitarlo a  través del correo electrónico  constanceplace@gmail.com
La solicitud hecha por correo electrónico implica un tiempo de espera de 1 mes y el pago de 120 bolivares a través de trasferencia o depósito.

El pedido se demora algunas semanas pues les recuerdo que el libro ha sido editado en Estados Unidos y desde  allí se realiza el envío


Deseo expresarle a quienes ya lo han leído, que me gustaría muchísimo conocer su opinión pues quien escribe lo hace para ser leído. El que diga lo contrario, miente.

Aida Beccaria

jueves, 14 de junio de 2012

Empeñados en buscar lo que ya está perdido corremos a menudo el riesgo de perder lo que siempre estuvo a nuestro lado...
                                                                                                                                             Aida Beccaría

lunes, 9 de enero de 2012


La Tía que se fue para llegar

Explicación necesaria: Este cuento se desarrolla en una vieja casona colonial de principios de siglo.  Aunque quizás no exista tal casa. Allí hay   testigos  de una historia narrada por la protagonista, pero esta historia se mezcla con lo real y los sueños. La protagonista - narradora esconde miedos y recuerdos en un mundo de irrealidades que su familia ayudó a construir.
El cuento tiene dos posibilidades: todo es un invento de protagonista o la mente de ella enfermó a consecuencia del mundo de horrores que vivió. La clave está en los “cuentos de mamá”. En la tía que llegó para alejarse y en el siguiente ejercicio: leer la historia una primera vez y leerla de nuevo por segunda  vez, pero de atrás hacia delante (la última página como la primera y así sucesivamente).  Existen varias realidades y el lector puede elegir la suya…
LA TIA QUE SE FUE PARA LLEGAR
Era un gigante descomunal. La tiranía de un pensamiento. Un ser duro, frío, impenetrable. Un roble altivo y ancestral. ¡Así era la tía a quien por fin conocía!
Durante años de pasado quieto e inmóvil escuché hablar sobre ella. Pero yo temía que se tratase de cuentos. Los cuentos de mamá. Cuentos que solía contarme cuando yo aún era capaz de escuchar.
Hoy la vi. Debía medir algo más de un siglo y algunas décadas.  Sus  ojos eran enormes y muy redondos.  Tan redondos como la esfera del reloj que cuelga en la habitación de papá. Su nariz era altiva y respingona.  Se me figuraba un soldado en posición de firme.  Sus labios eran delgados y rígidos. Muy parecidos a dos láminas de acero. Vestía como una dama de retrato amarillo.  La mujer que se fue para un día volver…
Una falda recta cubría muslos que una vez despertaron pasiones.  Una chaqueta confeccionada con recuerdos,  descendía  sobre la falda. Todo su traje era de color gris  (el mismo gris con el que la tierra pinta el cielo en los días de lluvia).En su mano derecha empuñaba un bastón.  Su mango era de oro. Y en su cabeza se erguía un moño similar a un pico nevado.
Su presencia acabó por convencerme que no eran cuentos los cuentos de mamá.
La tía era –definitivamente- la hermana de un anhelo.
Y siempre vivió lejos. Muy lejos, tan lejos como sólo puede estar el goce.
Vivió lejos, muy lejos, tan lejos como sólo puede estar la felicidad.
Pero hoy está aquí.  Cerca. Tan cerca como siempre ha estado el dolor.
Me contaba mamá que papá tenía el mismo poder que la ancestral tía Aurora. Y que mi padre le profesaba una extraña reverencia. Una reverencia profunda y serena.
Eso parecía imposible. Papá era un hombre indomable.  Su voluntad se imponía sobre el mundo entero.  Era dominante y prepotente. Pero aseguraba mamá que frente a la tía él se doblegaba como espiga al viento. Todo era difícil de creer  ¿Estaría exagerando mamá? Los relatos sobre la tía eran una mezcla de ayer y de hoy. Papá era un niño de apenas diez años cuándo quedó huérfano. Pero la tía tenía para entonces veintidós eras de experiencias… Había entre ambos doce años.  Yo diría doce mundos encontrados…
Corrían los años de 1943.  Firmado el armisticio,  Italia consiguió que los aliados actuaran como cobeligerante y una comisión aliada (de la que formaba parte la sangre de mi padre),  se encargó de organizar la economía italiana al servicio de las potencias en guerra. 
Una guerra que el gran dragón que escupe sangre judía se encargó de propiciar…
Las mentiras se cruzaron. En un extraño accidente desaparecieron en la bruma del olvido personajes que nunca conocí y de los que sólo escuché hablar a través de los cuentos de mamá.
En enero de 1944, los aliados hicieron un desembarco al sur de Roma con la intención de rodear el frente alemán. La tía Aurora fue perseguida. Extrañamente logró huir.  Cuando finalmente los americanos entraron en  Roma se encontraron con que la tía era intocable  pues pertenecía a la corte del rey Humberto.
Mamá decía que su cuento no era cuento… era historia. Mamá olía a café.  Y su sabor era amargo y su presencia efímera. Mamá me dijo  que el día 02 de agosto de 1945 (tres meses después de la capitulación de Berlín), la tía se hundió en el misterio.
En realidad no era misterio.  Sencillamente la tía se había coronado con oro poderoso hecho con papel.  Y su nombre dolía mucho y por eso era oculto.
Mamá contaba que la tía Aurora envuelta en su capa de silencio fue adquiriendo poder.  El poder de las cortesanas.  El poder sabio que nunca muestra la cara.  El poder que descompone el acero y endurece la brizna de paja. 
Mi padre –decía mamá- no tuvo más familia que la tía Aurora. Quizás nunca hubo madre.  Quizás nunca hubo pieles…
Mi padre era como una gran montaña negra.  Sólida.  Impenetrable. Aterradora.  Mamá en cambió era como una tarde de títeres.  Jovial. Pequeña. Predecible…  y ambos sólo tenían veintidós años cuando se conocieron.  Fue al azar.  En la calle.  En la plaza.  Tras un monumento.
 El noviazgo duró lo que tarda una semilla de amapola en germinar.  Y en esa rapidez  comienza mi madre a percibir olor a café y a presentir en su vida nuevas montañas, quizás no tan negras e impenetrables como papá…
Deciden huir porque una nueva generación poderosa sólo podía tener lugar lejos, muy lejos de Italia.  Así fue como estirpes de horas que vagan en el tiempo fueron condenadas a callar.  Había llegado a Venezuela el último de los Alberti… pero también el primero.
El silencio que siempre rodeó a la familia,  de nuevo fue el cómplice perfecto de esta huída.
El día dos de agosto de un año que los cuentos de mamá no recuerdan,  un barco atracó en un puerto de aguas venezolanas vomitando su carga de inmigrantes bañados en sueños. Y desde entonces nace la nueva generación de dulce de jalea, café colado y fango mustio.
Mis padres se trasladaron a la población de Pregoneros en un estado que huele a negro perfume. Allí transcurrieron treinta años que nunca se movieron en el tiempo.  Un pasado vivo rodeó la vida de los Alberti.
Tan solo por los labios de mi madre se descolgaba un puente.  El mismo puente que durante días y meses mantuvo unidos recuerdos y presentes.
Pero el vacío y el olvido fueron más fuertes que el frágil puente… mi madre pronto calló y la vergüenza fue apoderándose de nuestras vidas.
Pero hoy. Aquí. Un trozo de leño estalla. Todo cambia. Estaba yo ante el gigante.  Me bastó observarla durante unos segundos para comprender lo que siempre supe:
 ¡Había verdad en los cuentos de mamá!
Mi madre tuvo cinco hijos.  Ella parió cinco llantos interminables.
El primero -Roberto- se escapó de la casa cuando solo tenía quince años. Buscaba un lugar.  Nació una mañana de un día cualquiera cuando el sol tan parecido a una esfera dorada,  calentaba la cabellera verdi-azul tras la vieja casona.   Desde su partida, mi padre lo hundió  en la nada.  Roberto se volvió una historia más de mamá.  Y sus lágrimas sólo podían visitar sus recuerdos en medio de una amarga soledad…
El segundo hijo nacido un martes de lluvia,  durante la más profunda de las noches que se puedan recordar, fue Benito.  Benito resultó ser un androide perfectamente programado para el orden establecido en la familia Alberti.
Jamás sonreía, y de hacerlo, sólo apretaba los dientes y estiraba los labios que –más que labios- parecían dos láminas de hierro oxidado…
Clara fue la tercera.  Nació una mañana de un día domingo.  Era un domingo triste. 
Quiso ser la esposa de un Señor Todopoderoso que no era el señor Alberti…  y vestida con una sábana blanca, Clara se hundió en un convento.  Su presencia quedaba delatada cuando la casa olía a incienso, y cuando por los rincones sólo se escuchaban letanías…
La cuarta fue Eva y nació el mismo día que aleteaba una gallina que
había sido decapitada en la cocina para la parturienta.  Su vida transcurría por los rincones (como transcurre en los rincones la vida de las ratas).  Todo en ella es hueco.  Su voz es un eco lejano entre montañas.  Ella huele a mustio y a enmohecimiento.  Ella, día a día teje los hilos de su propia desgracia que fue también la desgracia de mamá.
Y cuando aparentemente el árbol ya no daría más frutos… 
Cuando ya no parecía posible nacimiento alguno, aparecí yo. Era viernes y una orquídea morada había florecido.  Así que, frente a una flor de luto interminable, me fue dado por nombre Soledad.
Durante mis primeros años, las mañanas se iniciaban con juegos en torno  a la mata de mango.  Seguían galletitas con dulce de jalea mientras escuchaba absorta los cuentos de mamá.  Una mañana su voz se silenció. No hubo juegos ni jalea.  No hubo historias ni cuentos…
Un destello plateado bañado con sangre postró mi vida para siempre en un lecho de tierra. Mi  padre –acostumbrado al servilismo incondicional – ordenó que la mustia Eva arrancara su propia piel y ocupara el puesto de mamá.
Carne con carne.  Era con era.  Maldiciones que sobreviven a cientos de noches cubiertas de estiércol.
La anarquía se impuso en la vieja casona.
Benito gobernaba por sucesión.
Todo era estático.  Fue entonces cuando una luz con el poder de la historia, entregó a mi alma un instante de esperanza ¡Recordar los cuentos de mamá!
Y siguieron tres sonidos secos en la puerta -La vieja Pancha, vieja como el pasado que reina en Pregonero -La vieja Pancha, vieja como las vigas que cuelgan en el techo  -La vieja Pancha, vieja como el guayabo del patio antiguo.  Pancha la hacendosa y analfabeta que sobó el vientre de mi madre en cada uno de sus partos.
La vieja Pancha abrió el portal y tras ella mis pasos.
Ahora estoy frente al gigante de los cuentos. Un bastón que golpea con fuerza. 

Una voz dura.  Una mirada de piedra.  Pancha llora…
Siempre hubo equipaje esperando  por mí.  Por eso yo no dije nada. Sólo tomé las pesadas valijas y conduje a la tía por la vieja casona.
¡Una entrada triunfal!
Tal fue el estremecimiento en los cimientos que los árboles aplaudieron y las sombras se agitaron.
Este fue un encuentro cuidadosamente preparado por treinta años  de destino.  La tía quedó clavada como un roble en el centro del salón.
Su aliento olía a irreverencia.  Observaba cada detalle.
La vieja casona la compró papá cuando su dueño había caído en desgracia  -todo el que se aproxima a mi padre cae en desgracia- Muchas cosas ignoro, pero puedo ver más allá de esta vida que hoy llevamos… aun cuando mis ojos parezcan muertos.
La vieja casona era larga y estrecha.  Tenía un corredor  ¡Cuántas veces en ese corredor
las eras se abrazaron hasta ahogarse!   En el corredor había seis puertas.  Puertas que conducen a seis cuartos que en realidad son seis tumbas de nuestro hogareño panteón…
Y al final del corredor un patio, un patio dueño de la mata de mango.  La misma que endulzó mi infancia.  La misma que amargó mi juventud.
En el patio, que no era más que un hueco en el centro de la vieja casona, dos puertas.  Una de ellas cerrada a la vida y otra abierta a la muerte.  En la primera vivió Roberto hasta cumplir quince años.  Después fue exilado al olvido.  Y en la segunda vivo yo  ¿Vivo?  En realidad sobrevivo desenterrando recuerdos.  O al menos lo intento…
Los mejores cuentos de mamá salían de su boca cuando preparaba jalea. 
 Yo buscaba los mangos en el patio.  Mamá cocinaba, mezclaba y contaba.  Sus conservas quedaban amarillas como retratos viejos, pero eran muy especiales, dulcitos… como dulce es el amor de una madre. La enorme y ancestral cocina (donde mamá guisaba y contaba),  estaba en el extremo opuesto del patio, atravesando el corredor. 
En esa cocina no hay tiempo.  Se detuvo,  y ese era el dominio de la vieja Pancha. –La vieja Pancha con sus grandes soles en ocaso colgando del pecho y su gran delantal que trata –inútilmente- de abrazar todo su cuerpo.
Pancha es parte del infierno donde se cuecen carne y recuerdos.  Con su gran abanico aviva las llamas de mentiras que están consumiendo a cada uno de los Alberti.
Detrás de la vieja casona se extiende un inmenso campo.  La vista es el horizonte.  En él, el rocío riega flores,  hojas y cuerpos cada mañana.  Su color es verdi-azul…
Yo le tenía lástima a la vieja casona porque estaba condenada a su propio encierro. 
¡Cuántas vidas fueron en ella!  Ahora yace en el olvido de un pasado que la cubre de nostalgia. 
Había dinero.  Mucho dinero.  No sé nada.  Pero puedo ver a través de mis ojos aparentemente muertos.  Y aún puedo sentir… y siento dolor en el dolor cuando mi hermana Eva se hunde en el interior de mi padre. Vivo  la oscuridad en el fondo de mi ceguera cuando Benito me dice “ve a jugar donde la mata de mango”  Me da frío en las vísceras cuando Clara la monja aparece con su sábana blanca murmurando credos y flotando sobre el suelo como espectro aterrorizante.
Mientras arrastraba el pesado equipaje pensaba en lo mucho que mi alma deseaba conversar.   Pensaba en cortar flores del campo y decorar con ellas el gran salón. 
Pensaba en correr alegre,  comer jalea y escuchar absorta los cuentos de mamá.  Pero era la hora de callar y la hora de arrastrar equipajes…Según algunos de los cuentos de mamá, los Alberti siempre transitaron la vida cargando pesados y engorrosos equipajes.  Hoy lo llevo yo.  Pero yo no voy a ningún lugar  ¿O sí?  Creo que voy a la tercera puerta del largo corredor…  allí me esperaran  recuerdos…
Pero Pancha vino por mí.  Ahora deberé tomar el tilo con olor a canela y anís y esperar el silencio.  La noche es eterna en la gran Casona.  Y fue una noche cuando la ruina que llamamos vida comenzó. Tras mi puerta nada se escucha,  particularmente cuando bebo el tilo de Pancha.  Pero tras la puerta de la tía (la tercera),  se escucha cómo pasa el tiempo.
Despierto y me veo de nuevo en el gran salón que da la bienvenida.
Ahí estaba la mustia Eva tejiendo una manta.  En realidad ella no hace más que tejer vergüenzas.
Pancha ofreció café colado que huele a Pregonero.
Vi entonces la botella que mamá guardaba para grandes ocasiones que nunca llegaron.  La tomé,  la limpié y la puse junto al café de Pancha. Todos me observaron atónitos.  Pancha movió la  cabeza de un lado a otro y se secó una lágrima. Eva hundió su rostro en el tejido con más frenesí  que nunca.  Y creí ver en Benito una sonrisa… pero no… fue una mueca… Benito siempre engalanado con el uniforme de la muerte, no sabe sonreír.
Eva parece la oveja muerta de un rebaño enfermo.
Clara es la imagen blanca de un fantasma solitario.
 Pancha reza y dice que nos hemos alejado del Señor ¿Cuál señor? ¿Benito? ¿Mi padre
acaso?… Quizás se refiera al buen señor que cada mañana traía melaza en su carreta de palo y paja cuando mamá hacía jalea.  O al señor que traía la leche.  Todos los señores desaparecieron al desaparecer los cuentos de mamá. Pancha se persigna y le pide a ese señor que yo no sé quién es,  aleje los demonios de mi alma… Ay  Pancha querida… no es en mi alma donde se alojan los malos espíritus… no es en mi alma…
He sido tachada.  En ráfagas de cruel verdad me doy cuenta que he sido deliberadamente tachada.  Y cuando intento reclamar, soy condenada al silencio con aroma a canela y anís.
Pancha insiste en rezar para que se me salga el daño ¿A qué daño te refieres Pancha? ¿Al que me hiciera mi padre?  ¿Al que se le hizo a mi madre? ¿Al que se le está haciendo a Eva?
Llueve.  Y siempre que llueve la vieja casona se estremece y es entonces cuando más fuerte se escuchan los rezos de Pancha y cuando yo comienzo a recitar estrofas de algunos cuentos de mamá…
La tía me observa mientras bebe el café que Pancha sirviera segundos atrás.  Sus ojos hablan aun cuando su voz permanece en silencio. Su rostro es pálido ¿No es pálida también la esperanza?
Tía cruza sus manos que tienen forma de alas.  Su cuerpo es una roca erguida de donde emanan  los olores de mi infancia.
Benito parado al lado de la tía se me figura como el molinillo que Pancha tiene para
moler los granos de café.
Eva, sentada justo a mi lado, parece una rata gris y escurridiza que intenta recuperar aliento luego de una larga carrera.
La tía sigue allí. Sentada frente a su humeante taza de café.  No deja de observarme.  Sonríe.  Orgullosa,  clava sus ojos en mi alma.  Yo río.  Y mientras la risa se desborda de mi pecho como un grito, Eva deja rodar una lágrima por su cara.  Esa lágrima,  más que líquido, parece una mancha de musgo…
De nuevo el brebaje dulzón.  La maldita brebanda que me obliga a guardar silencio…  Pero antes de tomarla me arrodillo frente a la tía y le digo lo que decir quise siempre: -Aquí las gallinas se levantan en la noche. Los guayabos dan limones.  Las fiestas son en
Semana Santa y las ceremonias en agosto.  Aquí nos ensuciamos con agua limpia y nos lavamos con estiércol  ¡Esto que ves es lo que somos!
La tía alzó las cejas.  Tomó mi barbilla entre sus manos tan parecidas a gavilanes blancos.  Miró a través de mis recuerdos y sonrió de nuevo…
Ahora creo entender quién es el señor del que habla Pancha.
La tía quiso saber cuál era la habitación de mi padre.  Por aquí  -dije- y la conduje de nuevo a través del largo y estrecho corredor.  Señalé la puerta y la dejé sola porque ya Pancha se había adelantado  a nosotras, obligándome  a beber el tilo… el sueño me toma por asalto … el maldito tilo…
Hay mañanas después de muchas brebandas en las que no logro ver nada.  Sólo soy capaz de escuchar la lluvia y seguir a Pancha por doquier.  Me siento bajo la mata de mango y me esfuerzo en recordar,  apretando las manos contra mi vientre… nada… no
puedo… apenas la voz lejana de mi madre pidiéndome unos mangos para hacer jalea.
 …La mata de mango era eterna.  Siempre llena.  Siempre viva.  De pronto no hallé mangos para la jalea. Y se me perdió la infancia.  Se extravió la alegría.  Busqué.  Busqué inútilmente en el patio.  En el corredor.  En el salón. En la cocina.  Nada hallé.  Nada excepto mi padre y un brebaje dulzón.
Hay instantes en los que un destello plateado cruza velozmente ante mis ojos.  Un destellado plateado con sudor de sangre.
Sólo una vez vi a mi padre llorar.  Pancha lo consolaba.  Pancha consolaba a Satanás.  La pobre vieja Pancha nunca supo.  La pobre vieja Pancha nunca vio.   La pobre vieja
Pancha sólo sabía de guisos,  caricias y brebandas con aroma a canela y anís.
Un silencio eterno en mi alma fue el único luto de mamá.
Estoy sentada bajo el enemigo de mi madre, quien pronto será el aliado de mi tía…
Cuando mamá murió Clara no hacía más que repetir “fue la voluntad del señor” Lo que Clara nunca adivinó es quién era en realidad el señor cuya voluntad se cumplía.
Benito le dijo a los policías  y al doctor cómo había sido la muerte  de mamá.  Todos preguntaban.  Miraban. Parecían enormes mariposas blancas y azules revoloteando sobre la desgracia.
Se habló de rejas y puertas con salientes afilados como espadas. Se hablo de accidentes y destinos.
Mientras esto ocurría, mi  padre ya tenía sus ojos puestos en la enmohecida Eva.
Pero ahora mi alma sonreía.  Los cuentos de mamá cobraban vida.
Cuando tía Aurora pidió explicaciones sobre la muerte de mamá, no lo hizo como los doctores y policías.  Ella le permitió claridad a las ideas. 
Ella le dio luz a los laberintos de mi mente. Definitivamente, ella era la fuerza.
Me encerré en mi habitación.  Es un cuarto frío, húmedo… sus paredes sudan agonía así como las flores lloran rocío.
Mi cárcel me fue impuesta por orden de Benito. No obstante, y a pesar de lo inhóspito que le resultaba a tía Aurora mi cuarto,  ella se encerraba conmigo.  Anteriormente sólo la pobre vieja Pancha arrastraba sus pies hasta este lugar gobernado por el vacío.
Perezoso,  un nuevo día se anuncia.  Mas los sapos no creen que un amanecer esté por comenzar y por eso le cantan a la noche…
Todos duermen  en la vieja casona.  Incluso la pobre negra Pancha que siempre se despierta al alba.
Sentí un profundo estremecimiento.  Fuertes vientos se agitaban en mi cabeza.  Las ramas de la mata de mango se golpeaban entre sí. Querían revelar el secreto enterrado en sus raíces.
Pero algo extraño sucede. Amanece.  La luz se mete en mis ojos y tía Aurora se pierde con el último grillo.
Comprendí entonces que este sería uno de esos días que a mí en lo personal no me gustan. Pues con toda seguridad hoy visitaremos a Clara en el convento y Pancha le dará gracias a Dios por mi cara lavada.  Será uno de esos días en los que Benito me mirará y me verá.  Uno de esos días en los que Eva se esconderá con más frenesí que nunca tras su tejido.
Y mi voz sonará para todos excepto para la tía Aurora.  Y dirá cosas que a todos agradarán pero que disgustarán a la tía…
 Avanzaba la mañana, Pancha servia el desayuno. Eva cubria mi espalda con una mantilla.  Benito daba órdenes y papá se acercaba para darme un repulsivo abrazo.
Tía Aurora se retiraba…
Ese día fuimos al convento tal y como lo temía.  Hicimos todo aquello que detesto: arrodillarme frente a frías estatuas de yeso.  Encender velas.  Oler el incienso que exudan las paredes de la capilla…
Cantaron.  Canté.
Oraron.  Oré.
Clara envuelta en su hábito blanco acariciaba mi rostro.  Me dejo.
Pancha me besa. Dice que soy la niña de ayer.  La escucho.
Benito enciende otra vela.  Lo observo.
Eva no para de recitar el rosario.  La compadezco.
Mis rodillas se han dormido.  Quiero erguirme. Hace años que intento erguirme. Pero me conformo con levantar el rostro y susurrar que es hora de irnos.
Y ese día al llegar a casa y para mi gran sorpresa, viene a mi encuentro la tía Aurora.  Me alegré tanto que en mi alborozo no me di cuenta que perturbé el infierno de los Alberti.  Aparece Pancha con su brebaje dulzón…
Mientras me llevan a mi habitación semidormida, en mi alma se va
dibujando una mata de mango.  Soñé con jaleas dulces y amarillas.  Soñé con caminos
negros que se desprenden de velas Salté de la cama.
La tía, sentada, inmóvil, me contemplaba.
Vi en su pecho un enorme broche semejante a un sol caliente de tres de la tarde.
La tia aferraba con más fuerza que nunca a su bastón.
Sentí voces. Voces que aullaban dolor desde lo más profundo de mis entrañas.
La tía se levanta y da la orden de detener tanto horror.
La sigo por el estrecho corredor. La sigo hasta la cocina donde Pancha guisa sus mentiras.  La sigo hasta la eterna noche de Eva.
La sigo mientras busca.  Y las voces ya no me dejan entender.
De pronto descubro el rostro de mi madre.  Su cara, su cuerpo y su voz se habían quedado aprisionados en el más espantoso de los instantes.  Ya lo recordé…
Tan agudo fue el grito de este descubrimiento que hizo detener a mi tía.
Cesó la búsqueda.
Por toda la vieja casona se esparce el fétido olor de un cadáver que lleva treinta años descomponiéndose.  La verdad fue vomitada.
Ya no puedo ver más que el rostro de mi tía.  Y observo cómo de su cabeza se desprenden enormes llamaradas.  Lenguas de fuego que hieren mis ojos.
Sus manos aparecen convertidas en espadas.
Sus pies se funden con los cimientos de la casa.
Entiendo que estamos frente a la puerta de mi padre.  Mi odio bastó para derribarla. Y entonces vi  lo que siempre había visto y comprendí  lo que siempre había comprendido.
Eva huyó chillando como lo hacen las ratas frente al peligro.
Y las espadas en las manos de mi tía atravesaron el cuello de mi padre.
Piedra sobre piedra la gran montaña se desmorona.
Una respiración agitada intenta salir de su boca. Y yo recuerdo…
 Un río de miedo color rojo llega hasta mis ropas.
¡Ahora podía ver con claridad en los recuerdos!
Nadie creyó en los cuentos de mamá ni en mis historias… 
Al morir mi padre,  el más impenetrable de los silencios se hace presente.
Ya no hay voces.  Las moscas dejan de hacer ruido…El pasado se une al presente.
La tía coloca en mis manos la espada que silenció una vez hace ya treinta años, la voz de mamá.  Y con ella entre mis dedos, sintiendo aún la furia de mis recuerdos, doy el último golpe sobre la cabeza de Benito.
Ahora si se escuchó un trueno. Todo Pregonero se estremeció
Mi madre aguardó pacientemente en su tumba la llegada de alguien que pusiera la verdad ante los ojos del pueblo.
Ahora los tres  se irán al recuerdo,  que a veces se deja ver, a veces no.
Siento la angustia de Pancha ahogada por años.  Es tan densa que puede cortarse como el cuello de Benito.
La tragedia suelta fantasmas.
Mil vidas condenadas manchan las paredes de culpa.
La pobre vieja Pancha-de rodillas- con las manos aferradas al vientre le grita a Dios todopoderoso. Le suplica piedad…
El gallo cantó.
Volviéndome sobre mis pies que ya no arrastran el peso de la mentira, fui hasta la mata de mango.  Allí estaba, enterrada, la espada que mató a mi madre.  De allí la tomó la tía.  Y allí ha de volver.
 El tiempo emprende de nuevo la marcha.  Hoy es mañana y pronto el mañana será ayer.
Eva sigue tejiendo.  Ahora es la culpa la que entrelaza con la vergüenza.  La pobre Eva enmoheció esperando su liberación.
La vieja Pancha no supo.  La pobre vieja jamás supo.
Levanté mis ojos. Y levanté también mi cabeza.
El cielo sonreía.
Allá,  en el convento donde Clara pierde su vida, yo jugaba y corría.  En el convento del Sagrado Corazón yo aprendía números, letras, risas y cuentos.  Allá, en el convento del Sagrado Corazón  mi madre vendía sus jaleas que eran las mejores de todo Pregonero. Hasta Táriba llegaba su fama de dulcera.
Yo era la encargada  de seleccionar los mangos.  Y yo era quien, a los pies de mamá, saboreaba las jaleas al tiempo que escuchaba sus cuentos.
Un maldito día no hubo mangos y sólo la muerte dio frutos. 
Pero llegó la tía…
Eva lanzó contra las manchas aun calientes de sangre, el tejido de toda su vida.  Estaba llena de odio.  Eso es bueno.  Está viva…
Tengo frío. Tengo sueño. No hay angustias. Estoy sola
Finalmente estoy sola sin voces ni recuerdos olvidados. Y siento en la carne.
En el alma. En la memoria…
Ahora sí quisiera tomar el brebaje dulzón que me anula.
Los cuentos de mamá serán historia.
La pobre vieja Pancha hará conservas como las que una vez  Pregonero admiró.
Eva existirá en la vieja casona.  Podrá decidir.  Dejará de vagar en la interminable noche de su pecado.
Clara tendrá mil razones para encender sus velas y –finalmente- su encierro tendrá motivo.
Creo ver unos mangos verdes en alguna de las ramas de la mata de mango…
Había un reloj en la vieja casona que nunca más funcionó.
Hoy reemprendió la marcha.
El reloj se detuvo el mismo día que Eva Braun desapareciera con su amado en el escombro de muerte. Pero una tumba tan pesada como toda Europa aplastó su sacrificio.
El reloj se detuvo el día que Clara Petacci lanzó su cuerpo sobre el de su amado pero mil balas cruzaron su escudo.
El reloj se detuvo cuando a un niño cualquiera le es presentada la muerte y el horror a cambio de la ilusión.
El reloj se detuvo cuando la mujer que me trajo al mundo,  trato de proteger con aliento de cálido suspiro al maligno que mi padre llevaba en su interior.
El reloj se detuvo cuando una noche, un destello plateado atravesó la voz de la mejor dulcera de Pregonero…
A partir de entonces, guerra y ocaso se conjugaron en una sola vida.
Y la verdad se mezcló con la mentira. Veo en mi mano izquierda cinco arcos de triunfo.
Veo en mi mano derecha el abismo de la soledad.
Pancha gime,  gime sobre el río carmesí  y púrpura de silencios olvidados.   Eva alza los ojos.  Se desmoronaban los siglos que sobre nuestro cuello pesaban.  
 La verdad duele.  Duele más allá del propio dolor.
Quisiera detener nuevamente el tiempo y refugiarme en mis sueños con aroma a canela y anís.  Y es que tanta claridad deja ciega el alma…
Un gigante.  Un gigante descomunal.  La tiranía de un pensamiento.
Un ser duro, poderoso, impenetrable.  Un roble altivo y ancestral…
Finalmente pude conocer a la Tía… Ella tuvo que irse para llegar…
Años de pasado inmóvil…  mamá solía contarme cuentos…  crecí anhelando que los cuentos de mamá llegaran a ser tan reales como ella.
Por el alba tras la vieja casona corren mañanas con aroma a negro perfume.
Luces azules y rojas invaden el mundo de la familia Alberti.
Pancha aprieta con sus manos curtidas el delantal que por años la protegió.  Pancha no entiende.  Pancha nunca entendió.  Pancha no entenderá.
Pancha nunca comprendió lo que le estaba pasando con  Eva.
Acabo de recordar un trozo de un poema que siempre recitaba mamá:
“Siento la perla que llora la rosa cuando el cielo derrama agua.  Le dicen Soledad…”
Hay dolor en mi cuerpo.  Soy llevada, arrastrada.  El gran portal de hierro se cierra tras mis pasos.  He sido tachada. 
Grandes luces rojas y azules revolotean por toda la fachada.  Mis manos han dejado de ser libres.  Y de ellas se caen abismos y esperanzas.
Eva está mirando fijamente al sol. Quedará ciega…
Fuimos cinco llantos.
Cada uno llevó un nombre elegido por papá.  Cada uno de nosotros excepto yo.
Cuando mamá murió, mi padre –acostumbrado al servilismo incondicional- ordenó que Eva arrancara su propia piel y ocupara el puesto de la señora Alberti.
Carne con carne.  Era con era.  Maldiciones sobreviviendo a cientos de noches cubiertas de estiércol.
La anarquía se impuso en la vieja casona.
Todo fue estático… hasta la llegada de la tía… ella fue desenterrada de un cuento de mamá.  Ella era real. Todo termina donde comienza: Pregonero. Café.  Esperanzas.  Dudas.  Recuerdos.  Culturas que se mezclan.  Historias que se entrelazan.
Dejo atrás la vieja casona.
Frente a mí,  colinas verdi-azul que parecen pintadas sobre un lienzo color crema.
Poco a poco el dolor desaparece. Una sonrisa a lo lejos,  en mi mente… es mi tía…
Hay bruma.  Los colores se hacen grises.
¡Era cierto!  Frente a una noche de luto interminable,  me fue dado por nombre Soledad…


Aida Beccaria