domingo, 4 de septiembre de 2011

LA MUÑECA DE CRISTAL



Mamá solía besarme mientras me decía  “mi niño”. Y  me besaba con sus labios secos, yo me fijaba en los largos surcos que recorrían su rostro.  Surcos que atravesaban su cuerpo también y se desbordaban en sus manos… No me gustaba…
 Mi madre tuvo un sol, único varón. Me tuvo a mí… Nací cuando ya nadie esperaba que tal cosa pudiese ocurrir. Mamá era tan anciana que antes de verme crecer, se tornó senil. Pero  ahí estaba Adela para sustituirla.  Tía Adela era la más pequeña de las hermanas de mamá. Ella era recia, altiva, dominante ¡Qué pesada era Adela!  Cuando yo nací tenía cuarenta y seis años.  Y según sé, me utilizó de excusa para darle algún valor a su vida.
Tía Jacinta en cambio era distinta. Era la hermana del medio.  La hermana tonta y paciente.  Ella me mimaba a punta de dulces.  Sólo vivía para hacer conservas de coco y catalinas.  Y a mí me comparaba con sus melcochas y me llamaba “azuquita” ¡Cuánta empalagosa tontería!
Las dos hermanas Velásquez eran toda mi familia. No había primos, ni hermanos ni padre.  En realidad mi papá era una foto amarilla en un libro polvoriento… La verdad, mi vida en los Robles con las hermanas Velásquez era una aburrida prisión con barrotes de salitre y muros de naftalina…
A mi niñez le dieron forma los cuentos de “La Pilarica” “Juana la loca” y “La gran campana de bronce”. 
Y mi lugar para jugar era un ático oscuro,  lleno de moho.  Un lugar desde donde se



podía ver el mar por una ventana ínfima. Un lugar desde donde yo veía como una
rayita lejana, el horizonte…
Allí me instalaba a jugar con lo que tuviera a mano: Un maniquí de costura.  Un viejo cofre con cartas y recetas.  Un recetario para preparar ¿Adivinen qué?  ¡Conservitas de papelón!...Yo fingía muchas veces que las hacía mezclando lodo y agua de mar…
En el ático había también retazos, muebles viejos, fotos amarillas y una talla de cristal (quizás lo único hermoso allí).  Una talla que representaba a una mujer desnuda extendiendo los brazos al cielo.  Una pieza que se me figuraba parecida  al  mar.
El día que descubrí la muñeca pasé horas imaginando cosas.  Imaginé otros mundos.  Imaginé artistas trabajando piezas como la que yo tenía en las manos.  Imaginé libros.  Imaginé  irme…
Me enseñó a pulirla y sacarle brillo a la muñeca la negra  Jimena.  Jimena trabajaba con mi mamá desde mucho antes de mi nacimiento. Era una  vieja  odiosa.  Jimena sabía aprovechar la sinfonía marina para relatar leyendas tenebrosas que terminaban por sucumbir en sus repugnantes guisos…
Todos los viernes, Jimena batía los trapos sucios contra las rocas del despeñadero para lavarlos y blanquearlos.  Mientras tanto, yo me sentaba a cierta distancia viendo como las algas iban y venían tratando de huirle a sus talones ¡Hasta las algas le corrian!
No puedo imaginar que la vieja Jimena hubiese sido joven alguna vez.  Sin embargo, así lo aseguran Adela y Jacinta…
Para olvidarme de las tías, de mamá, de Jimena y del aburridísimo mundo que me rodeaba,  yo me escondía en el ático a soñar.  Entre un despertar y otro pulía mi talla




con frenesí.
Tanto llegó a brillar que un simple rayito de sol me mostraba cien colores con sólo cruzar su cintura…
Una mañana (como muchas otras), el sol se ocultó tras negros nubarrones. El mar en su bravata,  arremetía contra todo lo que se cruzara en su camino. Grandes círculos de arena eran revueltos en la orilla sin piedad alguna.
Jacinta (como siempre), se santiguaba repitiendo “algo terrible va a pasar” mientras estiraba y estiraba la melcocha.
Adela  (como siempre),  corría de un lado a otro, asegurando puertas y ventanas con enormes maderos.
Mamá (como siempre), rezaba y rezaba largas e interminables letanías que sonaban así: “sagrado corazón de Jesús, ten piedad” “Torre de David, ruega por nosotros”…  “Santísima luz, protégenos”…
La tormenta arreció y (como siempre), me encerré en el ático.  Nadie parecía acordarse de mí -mejor- Así podía abrazar a mi muñeca y sentir su fría desnudez que lentamente iba al calor de mi cuerpo, tornándose en algo tibio y acogedor … ¡Frágil pero fuerte la talla de cristal!
La tormenta se fue como vino.  Pero al tranquilizarse  el mar, junto a las gaviotas y las algas amontonadas en la arena, hizo, como siempre, su aparición el baboso padre Argimiro.
El baboso Argimiro siempre tiene las mejillas arreboladas como un coral y le gotean las fosas nasales (como  si tuviera una lapa viva atrapada en ellas).
El baboso Argimiro se la pasa agitado. Uno reconocía que estaba en la casa porque podía escuchar sus resoplidos al caminar.  Si alguien se atraviesaba en el camino del Argimiro, enseguida recibía una palmadita en los glúteos acompañada de una “bendición”…¡Qué tipo baboso el padre Argimiro! Y en general ¡Qué horrible era la vida en Los Robles!
Bueno… la verdad… no todo  era malo.  En días de intenso calor y cielo muy azul, llegaba la cariñosa doña Berta. Una viuda rechoncha de ojitos  chiquitos y bonachones.  Doña Berta era especial pero desgraciadamente tenía un terrible  aliento, y por eso yo no podía darle un beso de agradecimiento cuando me obsequiaba dulces…  No siempre estaba en el ático puliendo mi muñeca, a veces iba a la playa con doña Berta y de su mano me sentía como alguien que conocía la playa por primera vez.  Me gustaba espantar cangrejos y a doña Berta le gustaba verme correr tras ellos.  Y ambos disfrutábamos recoger conchas de todos los tamaños y colores. Y pescar  con improvisados cordeles.
También con Doña Berta disfrutaba mucho del atardecer. Era como si el sol se apagara en el agua.
Y de regreso, si me topaba con Jimena me gustaba patearle el trasero mientras batía la ropa y luego huir a la misma velocidad de sus imprecaciones ¡Cómo se reía de esto doña Berta y cómo se enojaba Jimena!  
Yo volaba papagayos.  Adela fue quién me enseñó a hacerlos.  Y el baboso Argimiro me enseñó a elevarlos. Esa fue la única cosa interesante que esos dos me legaron.
Pero como todo tiene un precio, en agradecimiento, yo tenía  que ir todos los domingos



a misa. De punta en blanco con los encajes que me cosía Adela. De la mano de mamá y
Jacinta…  ¡Cómo detestaba ir a misa!
¡Cómo me desagradaba el baboso Argimiro!
Odiaba sus palmaditas…
Me asqueaba el aliento de Berta
Me obstinaba lo aburrida que podía resultar Jacinta.
Me agobiaba la rectitud de Adela.
Me deprimía la vejez de mamá.
Me encolerizaba la negra Jimena.
Me desagradaban las fotos amarillentas de papá.
Yo sabía que más allá de las algas muertas arremolinadas en la costa.  Más allá de este caserío insípido llamado Los Robles,  había un mundo de verdad.  Un mundo ajeno a dulces, leyendas, gaviotas, mal aliento,  goteo de narices…Un mundo de colores con enormes papagayos cruzando el cielo y tallas de cristal por doquier.
Un mundo donde seguramente convivían artistas que podían hacer tallas como mi muñeca  y pescadores y en donde las mujeres tenían maridos y los maridos tenían hijos y los hijos tenían vida…
Pasaron los días y nuevamente el mar se enfureció.  Pero esta vez, en medio del tradicional corre-corre  me pareció ver al baboso Argimiro en casa.  Y eso era extraño.  Muy extraño porque por lo general él aparecía después de una tormenta, nunca antes o durante…
Salí del ático para verificar bien el asunto. Adela (como siempre), cerraba puertas y




ventanas pero esta vez estaba más afanosa que de costumbre. Jacinta (como siempre),
atizaba el fogón para verter toneladas de azúcar en un caldero y hacer melcochas.  Pero estaba más seria que nunca.  Hasta brava diría yo ¿Sería posible? ¿La dulce tía Jacinta enfadada? Jimena (como siempre), de un lado a otro con su cigarrillo en la boca colocado al revés.  Nunca entendí cómo no se quemaba la lengua.  Y así  mismo era capaz de proferir sus maldiciones.
Mamá (como siempre), rezaba y rezaba sus letanías que tenían eco
por toda la casa.  Pero parecía más vehemente que nunca en eso del perdón de los pecados…
Entonces fue cuando dejó de ocurrir lo de siempre y pude ver a la tía Adela entrar a su habitación acompañada del baboso Argimiro.  Por curioso me llevé un disgusto. Descubrí que la recta tía y el baboso Argimiro no eran más que perros en celo. ¡Qué vergüenza! Y luego tenían el descaro de pretender ser los artífices de mi educación.
Mi alma se partió en dos mitades perfectamente iguales.
¡Y tuve por años que soportar calladito los encajitos en los puños de la camisa y el cuello que me imponía Adela para ir a misa!
 A veces, la odiosa Jimena cuando se enfadaba conmigo me decía “Aguirre, coja camino y lárguese”. Por eso ella fue a la primera que mande al diablo anunciando mi partida.
Tras de patearle el trasero al baboso Argimiro,  decirle a Adela lo que se merecía, tomar algunos dulces de la aburridísima Jacinta y despedirme del atado de arrugas que era mi madre, me preparé para el viaje.
Desde Los Robles sólo podía llegar a Macarao pero para comenzar estaba bien. Ese sería mi destino.



Me embarqué rumbo a puerto dejando atrás el caserío de Los Robles.  Afortunadamente para mí, despedirme fue rápido y fácil pues pocas personas vivían en él…
Con la muñeca de cristal en las manos, cruce el mar.
¡Cuántas expectativas!
¡Finalmente conocería personas capaces de hacer tallas como mi muñeca! ¿Podría hablar de todo lo que aprendí en mis libros.  Y podría aprender aún más?
Llegamos a un destartalado muelle burbujeante de voces y  movimientos.  Me pareció folklórico… Nunca había escuchado tantos sonidos juntos.
Decenas de cuerpos multiformes iban y venían. Los había altos y bajos, gordos y flacos.  Todos llevaban prisa.
Hasta ese día yo ignoraba que además de pescado y verduras, se podía vender en un mismo lugar telas, estampitas, zapatos, velas, sellos, tinta, cabuya, kerosén y agua ardiente ¡Qué impresionante! 
Toda esa gama de experiencias nuevas se mostraban ante mí en su total esplendor.
Tal era la fantasía de este nuevo presente, que durante algún tiempo me olvidé totalmente de Los Robles.
Pero pronto pasé del asombro a la miseria ¡Cuánta gente y yo tan solo! Y lo peor era ver al baboso Argimiro en el rostro de cien personas.
Y decenas de Adelas pululaban como moscas hambrientas alrededor de una iglesia que olía a mercado.
Bertas y Jimenas también se cruzaban en mi camino por doquier, pero éstas no dejaban ni guisos, ni dulces, sólo abandono y enfermedades…



Los Robles olía a sal y a mar. Macarao olía a miseria humana, a sudor, a desgracia.
Si doloroso era el mundo que había dejado atrás, mucho más punzante e hiriente era este nuevo existir.
La soledad más brutal se estaba comiendo mis entrañas.
¿Con qué consolarme aquí, si los cangrejos parecen arañas salvajes y las gaviotas aves de rapiña disputándose un trozo de pescado descompuesto?
No había caracoles, ni conchas, ni papagayos, ni arena blanca, sólo enmohecidas tablas de leño flotando en aguas verdes…
Nunca conocí alguien que supiera sobre tallas de muñecas de cristal y –francamente- ya no me importaba.  El vidrio dejó de atraerme.  Se había opacado y enmohecido.  Tenía unas horribles manchas marrones.
No sé cómo ni por qué pero comencé a recordar todo lo que había perdido: Una dulce madre que podía besar con autentico cariño al tiempo que me decía “mi niño”.  Con cosquillas en la barriga pensaba en la recia y elegante Adela.  Pobre… envejeció cuidándome y educándome.
El padre Argimiro se hizo cura a juro. Su familia insistió  ¡Pero estaba tan enamorado de mi guapa tía Adela! ¿Y qué podía hacer la pobre si su amor era sacerdote y además debía cuidar de mí? 
Jimena protestaba y protestaba, pero de allí sacaba fuerzas para blanquear la ropa, cocinar y limpiar… La tía Jacinta se me figura que también a su modo amaba al pobre Argimiro. Por eso   le daban celos cuando los sabía juntos ¡Había finalmente comprendido que nunca entendí nada!


Mis hermanas se ocuparon siempre de vestirme con ropa hecha a la medida ¡Si vieran lo que  llevo hoy  puesto!
¡Cómo anhelo los dulces de doña Berta que ya no se me hacían excrementos de gaviota porque esos excrementos ya los conocí muy bien!...
¡Cómo añoro el palabrerío de Jimena! ¡Ella sí  que sabía hacerme reír!
¿Y por qué no volver? ¿Por qué no saborear de nuevo los guisos de Jimena sabrosamente sazonados con leyendas?
¿Por qué no revisar de nuevo en el ático en busca de las antiguas e interesantes fotos de papá?
¿Por qué no pedirle la bendición al pobre padre Argimiro,  mientras me disculpo por aquella golpiza que le diera antes de partir a Macarao? ¿Por qué no ver de nuevo el mar en su grandeza desde el ático?
¿Por qué no volver a recoger arena con el borde de mis pantalones?... Y contemplar aves marinas bañar de sombras mi cuerpo bajo el sol… Y escuchar los rezos de mamá y jugar a descifrar los misterios de Jimena…
En Macarao no viví, subsistí.  Vagué por años entre mujerzuelas y alcohol.  Sentí en mi propia sangre el significado de la pena.  Aquí fui tan etéreo como el viento y tan efímero como un grano de sal.
Nadie cosió jamás mis botones ni me planchó una camisa.  Nadie guisó para mí… Nadie me dio la bendición.  Pero allá en Los Robles sería distinto…
Es probable que en Los Robles hasta mí muñeca de Cristal vuelva a brillar pues seguramente la hacendosa Jimena sabrá cómo quitarle las manchas…



Heme aquí haciendo de nuevo una maleta.  Pero esta vez sin dulces ni ropa de encaje.
Y un viaje por mar terriblemente solitario.  Una travesía interminable ¿Qué más da?   Me espera una familia, un hogar, mi gente ¡Vale la pena el esfuerzo!
¿Dónde se van los pensamientos cuando ya no están en nuestras mentes?  ¿Dónde se van los recuerdos cuando ya no están en nuestro camino?... Llegué a Los Robles y me encuentro con que ya no hay casa. Quedó reducida a ventanas colgando de esquinas y muros de piedras desmoronados. Y donde una vez hubo iglesia ahora, triste y rota, una cruz en el piso ¿Y la plaza? ¡Matorrales! ¿Y el caserío? ¡Ruinas! … Un mendigo me pide comida  ¿No me reconoce?  ¡Cómo puedo pretender me reconozca si yo mismo no
me reconozco!
¿Dónde se fueron todos? … Ah claro, olvidé que han pasado 30 años…
Fui el último en nacer.  Y al parecer ahora seré el último de nuevo. ¡Qué final tan triste, mucho más triste que mi vida en Macarao!  Un final sencillo y tonto.
Esto me pasó por andar corriendo tras futuros y mañanas que siempre estuvieron en mi ayer.
¿Qué me queda?  Una talla de vidrio vieja,  fea y opaca ¡Qué el mar se ocupe de ella!
¡Tengo tantos recuerdos que la muñeca poco me importa! Adela era recia, alta y hermosa.  Jacinta era pequeña, tierna y hacendosa.  Jimena era habladora y muy trabajadora.  Mamá era una santa ancianita dulce y muy católica.  El padre Argimiro tenía el don de comprender las pasiones humanas…
Los Robles era mi hogar.  La iglesia, la playa, la plaza, el caserío  eran mi hogar.
El mar ruge furioso. Creo que habrá marejada.  Pero no hay leños que aseguren las


puertas y ventanas.  ¿De qué te sirve océano enfurecerte si nada puedes llevarte?  Las piedras quizás… ¿Podrías también llevarte mi alma?
Cometí el irreverente error de buscar  futuros donde sólo había vacío y me olvidé de los recuerdos que el presente forjaba. Ahora no tengo ni uno ni otro.
Una enorme ola rompe la muñeca contra las piedras  ¡Qué frágil es la vida!  Como la talla, sólo vidrios.
Vuelve de nuevo la ola a arremeter, pero se va arrepentida.  Ella entiende que no hay  nada más que romper.
¡Qué linda era mi vida en Los Robles!
Ruge el mar…


Aida Beccaria

Palabras


En las mañanas al levantarme tomo un café y me baño. Es un ritual ineludible desde que cambié las trenzas por el lápiz labial. Luego me visto con la ropa seleccionada el día anterior (ese truquito es para dormir 10 minutos más). Mientras coloco las llaves en la cartera, que precariamente sostengo sobre las rodillas, y ya con un pié fuera de la casa, doy las últimas instrucciones domésticas: “Descongelen el pollo” “No olviden la comida de la perra” “El plomero está aquí  a las tres” … Al llegar donde vaya, comienzo a repartir los “buenos días” cosa que hago porque Carreño se lo enseñó a mamá y mamá me lo enseñó a mí…
Es probable que entre tanto tome otro café (depende de dónde esté) y comente los acontecimientos importantes según la prensa (dependerá de la gente y del ánimo). Acto seguido, decente y derechita, procederé a mostrarle al mundo lo hacendosa y trabajadora que soy.
Y todo para volver mañana a cumplir con un impecable día a día que sin duda satisfacerá a mucha gente... Pero hoy al comenzar la mañana, algo detonó dentro de mi. Estaba preguntándome si las orquideas que llevan años conmigo y que he cuidado prolijamente, florecerán. Y al preguntarme si florecerán este año las orquideas, si la humedad es la correcta, si las aboné adecuadamente, recordé como en una explosión las palabras de un viejo profesor de biología.
Ese profesor hace muchos, muchos años atrás (palabras más o palabras menos) dijo: “Vivir no siempre es existir” Y agregaba: “Preocuparse de los hijos, el trabajo, la responsabilidad y los buenos modales está bien. Siempre que la vida no se reduzca a escalas y halagos. Pero para aquellos para quienes la vida es algo más que un reconocimiento, el sueño, las ilusiones, los imposibles y hasta la rebeldía deben necesariamente contar con un lugar” Todo eso entonces me parecía perorata de un viejo intelectual. Hoy me aterra haber comprendido finalmente al viejo profesor. Y me aterra porque han trascurrido más de treinta años desde entonces… ¿Dónde quedó la niña que corría por correr? ¿La que soñaba? ¿La que se amaba a si misma?.. Esa niña se escapó por algún resquicio de la vida.
Qué tristeza!...Me basta con mirar a mi alrededor para comprender que he sido una víctima del querer hacer siempre lo justo y lo correcto. Me dejé avasallar por una vida recta tal vez sin existencia… ¡Cómo duele comprender hoy lo que quiso decir ayer aquel viejo profesor!.
Es triste mirarse las manos curtidas por el tiempo y ver en ellas solo fotos y recuerdos. ¿Cuántas veces cada uno de nosotros en su momento, silenció un “te quiero” porque no era el momento? ¿Cuántos nos doblegamos una y otra vez frente a una injusticia, defendiendo un salario? ¿Cuántos nos hemos rendido ante a una batalla jamás presentada? ¿Cuántos hemos dejado a un lado la espontaneidad porque no congenia con la personalidad que el cargo y la responsabilidad imponen?... Es doloroso comprenderlo todo cuando quizás ya es tarde. No me queda más que justificar mi olvido con estas líneas y pedirle perdón a la jovencita que abandoné sin miramientos en el laberinto del pasado. Pedirle perdón porque nunca quise reconocerla cuando defendía las causas perdidas. Cuando adoraba a Whitman. Cuando escuchaba absorta al portero del colegio contando su larga vida y desdeñaba al recto profesor que deseaba imponer un dogma. Cuando valoraba la tierra húmeda, la grama, la puesta de sol y despreciaba un reloj de Cartier...
Definitivamente con estas líneas me pido perdón a mi misma y le doy el último golpe a la impotencia: ¿Florecerán este año las orquídeas? ...     


Aida Beccaria