miércoles, 25 de agosto de 2021

"EL FRASQUITO".

Cuando me pidieron echar a la basura un simple y sencillo frasquito de vidrio me negué. Me negué absolutamente ¡No! … Corrían los años de 1967. Mis padres habían logrado el sueño de comprar un apartamento. Hasta ese momento habíamos vivido en un lugar, chiquito, oscuro y húmedo (según mis padres porque yo lo recuerdo como un lugar de aventuras). Papá había logrado ahorrar (trabajando doble y a veces triple turno como prensista en una tipografía). Con esos ahorros dio parte de la inicial y completó el primer pago para la compra de un apartamento nuevo, con compromiso de pago a veinte años ¡Veinte años! Para mí en ese momento alguien de 20 años era casi un ser venerable… El apartamento en cuestión estaba en un edificio que acababa de construirse. Allí, padre, madre y tres hermanos de ocho, seis y tres años respectivamente, debíamos iniciar una nueva vida. Mamá estaba feliz porque la nueva vivienda tenía una “enorme y amplia cocina” cosa que nunca tuvo en la otra casa. Donde vivíamos antes, la cocinita a gas se “integraba” con mi cama, un televisor y una mesita…Saquen sus cuentas. Mi padre soñaba con ver a sus hijos dormir en una habitación y no en una sala común. Y además había un balcón para plantas y flores, cosa que en el otro sitio no. Es decir, si, pero en un patio común que todos los del edificio compartían. En fin. Al expectante lugar que debía cambiar por completo nuestra forma de vivir, llegamos una tarde de un viernes. Yo, con apenas siete años, y no muy conforme de abandonar el sitio donde había transcurrido toda mi vida, mis hermanos viviendo la experiencia como un juego y mis padres definitivamente cansados pero felices… Éramos de los primeros en mudarnos al edificio de ocho pisos. Un sitio que lucía “gigantesco” en comparación al anterior. Cuando nos instalamos allí como pioneros, éramos apenas dos familias. Imaginen una construcción de ocho pisos y siete apartamentos por piso y tan sólo dos familias habitándolo. El eco era rimbombante a causa del vacío. Y no había luz fija en las áreas comunes. Ésta se apagaba tras pocos minutos de encenderse (la novedad del ahorro eléctrico). Papá, dado el acontecimiento de las luces y temiendo se apagaran antes de llegar a casa, (en el otro lugar había un bombillito prendido siempre), aprendió a anunciarse en cuanto entraba al edificio. Esto lo hacía silbando melodías. Mientras el edificio duró semi vacío, nos era posible escucharlo ya desde la planta baja (habitábamos en el segundo piso). Entonces mamá corría a abrir la puerta mucho antes que él llegara ante ella Este ritual de anunciarse y abrir la puerta se hizo por años y se convirtió en una marca de mi padre… Nos mudamos en diciembre. Y estaba cerca la navidad. Y una noche llega papá, silbido por delante, muy alegre y festivo. Tan alegre que mamá dijo: “llega papá y llega contento”. La razón de su alegría era que había recibido de su jefe un montón de halagos sobre su desempeño como prensista, halagos que le otorgaron junto a una enorme cesta navideña repleta de todo tipo de cosas deliciosas. Había turrones, bombones, nueces, panetones, vino, champagne, ponche crema, encurtidos variados, quesos y champiñones en aceite. Los champiñones en cuestión venían en un curioso frasco de vidrio con tapa de madera muy semejante a un honguito rechoncho. Esa navidad la mesa fue una fiesta. Dos veces al año (enero y agosto) mamá preparaba berenjenas al ajillo y pimentones asados. Cuando eso hacía, recolectaba frascos de vidrio para conservarlos. Pero ese año no tuvo necesidad de hacerlo pues gracias a la súper célebre cesta navideña, frascos había a granel. Todos los contenedores fueron debidamente lavados, hervidos y reciclados para recibir pimientos y berenjenas. Todos menos uno. Precisamente el que tenía forma de honguito. Pues a mamá le parecía que era “muy lindo” como para ser un simple frasco de conservas. Durante años, cada vez que salábamos el pollo o la carne, acudíamos al resplandeciente honguito que nunca dejó de exhibirse. Era el frasquito consentido de mamá. Frente a ese frasquito mi madre preparó sus famosas lasañas. Frente a ese frasquito yo di mis primeros pininos en la cocina. Frente a ese frasquito largas conversaciones café en mano se dieron. Frente a ese frasquito lloramos, decidimos, y nos reímos. Y es que el corazón de mi casa siempre fue la cocina. La mayor parte de nuestro tiempo como familia transcurría allí. Y en esa cocina amplia, mamá había colocado una mesita pantry de cuatro puestos. Sobre esa mesita resplandecía el honguito salero y allí se manejaban los hilos de nuestro día a día. Desde un simple “qué vamos a comer hoy” hasta una descripción detallada de las noticias de prensa pasando por chismes y anécdotas, propias y de otros, tenían lugar allí. Recuerdo cuando conversaba con mamá en la mesa de la cocina, si la conversación era seria, mamá tomaba el frasquito entre sus manos y lo giraba lentamente, como un anti estrés. Si la conversación subía de tono y requería carácter de su parte, el frasquito era golpeado sobre la mesa como mazo de juez. Y si el asunto era divertido, entonces mamá lo tomaba, lo miraba y lo volvía a poner en su sitio como para darse un respiro entre carcajada y carcajada. Cuando murió mi madre (muy a destiempo pues tenía tan sólo 52 años), yo le pedí a mi padre me permitiera cambiar la casa. Muebles, estilo, colores. Todo. Quería tratar de alejar el dolor que me producía los recuerdos de mamá cambiando el escenario, Mi padre me advirtió que eso no cambiaria mi dolor, sólo el tiempo. Pero a pesar de sus argumentos (que recién hoy entiendo), accedió. Y todo fue cambiado. Substituido. Todo excepto las ollas decoradas de mi madre (que ni siquiera usaba para no dañarlas), y el frasquito honguito… La remodelación y transformación había sido intensa, pero esas cosas no se fueron. No tuve el coraje de deshacerme de ellas. Especialmente del frasquito. Aclaro que la cocina continuó siendo el “alma” de la casa. Si mi padre y yo decidíamos algo importante o planificábamos cualquier cosa, esto se hacía en la cocina mientras comíamos queso o algún dulce. En una ocasión papá tuvo que decirme que las cosas estaban marchando no muy bien en la empresa. Que tenía “miedo” y que debía poner una segunda hipoteca sobre la casa pues necesitaba inyectarle dinero a la tipografía (para entonces ya no era obrero, era socio) Recuerdo como hoy que mientras él me explicaba con detalles su plan, yo tenía la vista puesta en el honguito. Y mis pensamientos se enfocaron a través de esa imagen. Se hizo la hipoteca. Por algunos años viví con miedo de perder la casa. Mas no fue así, Una mañana mi padre trajo consigo el documento de liberación. Y ¿Dónde me dio la gran noticia? Pues sí. En la cocina, frente al frasquito… Si me sentara a contarles lo que delante a ese honguito se vivió, no terminaría nunca. Pasan los años y llega el triste momento de la muerte de papá. Con su partida, cayó sobre mí una avalancha de sucesos. Sucesos que, uno tras otro en efecto dominó, me obligaron a tener que dejar el apartamento de toda una vida. Dejar atrás vecinos con quienes compartí décadas y lo que hasta entonces había sido mi vida. Yo ya estaba casada. Y había nacido mi hija Constanza quien tenía entonces cinco añitos. Me casé en el año 1995 y nunca me animé a irme a vivir sola con mi esposo. Primero porque le temía al compromiso económico que podía representar un pago firme de alquiler cada mes, y segundo porque había desarrollado una tal amistad con mi padre, que no me imaginaba lejos de él. Afortunadamente a mi marido le ocurría lo mismo. Se quisieron mucho papá y mi esposo a pesar del turbulento inicio de los primeros tiempos (que ya les contaré en otro cuento). Ahora debíamos mudarnos a una pequeña ciudad que sólo habíamos visitado de paso. Donde no habría “señor José” que nos vendiera fiado, ni “señora Ana” que nos diera deliciosas hallacas en diciembre… Comienza así la pesadilla de la selección. Qué cosa te llevas, qué desechas, qué regalas. Hay que meter en cajas tres generaciones. Es la clásica y triste elección cuando uno se va de un sitio. Qué nos llevamos, qué dejamos a qué renunciamos. Estábamos en ese apogeo, embalando, etiquetando, desechando, cuando una amiga que me estaba ayudando, al verme tomar un frasquito de vidrio para meterlo en la caja de lo que me llevaría, dijo: “¡Eso no es más que un pote viejo de vidrio! ¡Bótalo! ¿Para qué guardas eso? Por favor, inician una nueva vida. Deben ir ligeros ¿Es que acaso eres acumuladora?” Ni le contesté. Le puse papel de embalaje al frasquito y lo coloqué en una caja. Sin más mediaciones, el frasquito iba con nosotros rumbo y punto. En esta nueva aventura estábamos dejando atrás un apartamento para venir a vivir a una casa. Con ruidos que no reconocíamos. Temerosos de todo lo confieso. El frasquito salió de su caja y fue puesto en la cocina. Luego de eso no volví a preocuparme de él. Las cosas no estaban fáciles. Muchas veces nos ganaba el ansia, la angustia. Y recuerdo más de una vez decirme a mi misma: “tranquila Aida, todo estará bien, hicimos lo correcto”. Desde esa mudanza han transcurrido doce años. Muchas cosas ocurrieron. Cosas que me han obligado a dejar a mi hija, a mi esposo. Cosas que me tienen trabajando en algo para lo que no me formé. Lejos de lo que más me importa en la vida. Yo no estoy con mi familia. Pero el frasquito sí. Allí está…Y nada cambia. La realidad no cambia. El frasquito nunca se fue. Pero de haberse ido, no habrían sido muy diferentes las cosas. Los recuerdos y las vivencias no se quedan donde están los objetos. Todo lo que sucedió luego de la mudanza, viene a mi mente sin necesidad que algo en particular me lo recuerde. Y es que van conmigo donde voy. El recuerdo y la nostalgia hay que valorarlos. Hay que vivirlos y atesorarlos pero dentro de nosotros. Con nosotros. En nosotros. Seguro todos tienen su “frasquito” del que no quieren o no pueden desprenderse (fotos, medallas, cartas, etc.). Y si les tocara soltarlos en un momento determinado, les parece que estarían traicionando a seres amados. Si por alguna razón les toca dejarlos en el camino, no tengan miedo. Esas presencias materiales no van a cambiar ni a favor ni en contra las cosas. Atesoren lo que realmente cuenta: sus experiencias. En cuanto a mí. Trabajo en el camino que pueda llevarme de vuelta a casa. Y si para entonces el honguito aun sobrevive, me dará mucho gusto reemplazarlo por un nuevo y rutilante salero. Con ello no traiciono a mamá. Al contrario. Le demuestro que formó a una mujer capaz de avanzar con lo que realmente cuenta: Lo que soy. Las memorias se construyen y dan piso a nuestra existencia y paso por la vida. Créanme, no dependen de “frasquitos”… Que la transparencia los acompañe. Aida Beccaria

lunes, 9 de agosto de 2021

UNA HISTORIA QUE NO ES CUENTO “La matica de guanábana” Antes de echarles el cuento de la matica, primero quisiera hablarles del lugar donde esa matica nació: Un pequeño apartamento de dos habitaciones que albergaba a cinco personas. Mamá, papá y tres hermanos (dos hembras y un varón). Y también un perro, un gato y dos canarios. Además de las dos habitaciones, el apartamento tenía un gran balcón y un amplio salón. Mis padres (si, porque es de la casa de mi adolescencia que les estoy hablando) optaron por eliminar el balcón y reducir la sala a fin de ganar espacio para hacer una tercera habitación. Así, el balcón desapareció y en su lugar quedó un ventanal de extremo a extremo. Lamentablemente el ventanal no tenía vista salvo un enorme paredón al frente. Por ello mamá cubrió el ventanal de plantas. Todo se veía muy verde, agradable y tropical. Cuando mamá murió, yo continué cuidando con esmero ese lugar. Ese punto era un paso obligado para ir y venir de la cocina a las habitaciones. Y a todos nos gustaba merodear por la cocina buscando bocadillos de medianoche.En una de esas incursiones, mi padre se preparó un plato de guanábana en trozos. Y comenzó a comerla camino a su cuarto. Cuando pasó frente a la ventana, escupió una semilla que cayó directamente al porrón del ficus. Con una sonrisa de oreja a oreja dijo: “Allí quedó…” y siguió su camino. Algún tiempo después ,mientras arreglaba el mini jardín, me consigo con una guanábana germinada. Muy erguida ella compartiendo espacio con el ficus. A todos nos pareció divertido, pues germinó tras venir directa de la boca de papá. Lo cual nunca fue su propósito. Así pues allí la dejamos. Años después mi padre fallece. Y yo (por otra historia que me obligaré a contarles un día,) tuve que dejar el apartamento. Y la ciudad. Con mi esposo, mi pequeña hija, mis esperanzas de comenzar de nuevo y mi matica de guanábana, me mudé a otra ciudad a una pequeña casita. Allí en esa casita había un cuadrado de tierra en el patio frontal donde plantar la guanábana. Y eso hicimos. La sembramos en la tierra. Por algún tiempo seguía pasmadita en su rincón. Pero tras algunos inviernos, la matica comenzó a crecer. Le sentaba estar en la tierra. Llegó a ponerse de mi tamaño, hasta que … hasta que nuestra perra (una preciosa cachorra de pitbull), decidió “jugar” con el arbusto. Y con sus poderosas mandíbulas lo destrozó y convirtió en un palo deshilachado con un cementerio de hojas alrededor. Quedó en tan mal estado que todos dudamos pudiera salvarse. Incluso el jardinero de la casa vecina al verla movió su cabeza de un lado a otro señalando: “eso no tiene remedio”. No la desenraicé. Dejé el palo, que ya estaba algo leñoso, como guía para unas enredaderas. Triste por haber perdido la guanábana de mi padre, seguí mi vida. Otra vez corrió el tiempo. La cachorra creció y aprendió a respetar lo que no era de ella, plantas incluidas. Y una mañana regando las enredaderas, descubro en un nódulo cerca de la raíz de guanábana, unas hojas. Y no era la enredadera ¡No! ¡Era la guanábana! Llamé a cuantos pude para que lo vieran. A todos pareció increíble que a pesar del daño sufrido reverdeciera. Pero así fue... Se hizo más alta. Me superó en altura. Una noche se desata una tormenta. Flash de luces, seguidos de inmediatas rimbombancias sonora que demostraba lo cerca que caían los rayos. De pronto se escuchó un ruido estremecedor. La casa se sacudió. La luz se fue. Por el sonido, el impacto y el olor entendimos que se trataba de una centella que había caído muy cerca. En cuanto la tormenta amainó, salimos a evaluar los daños. Y entonces la vi: Mi guanábana destrozada... La centella había caído sobre ella. Esta vez sí que no había nada que hacer. El tronco se había partido en dos desde la misma raíz. Segundo duelo... Mi esposo cortó ambas partes del tronco pero no saco las raíces para no lesionar las plantas alrededor. Pasó un buen tiempo, no sé exactamente cuánto, el suficiente para que una lechosa (papaya) que habíamos sembrado, creciera y diera sus primeros frutos. Y evaluábamos la posibilidad de retirar algunos cuando mi esposo descubre en medio de las enredaderas, una tímida plantita asomándose. Me dijo: “dime loco, pero creo que esas hojas de allí pertenecen a la guanábana”. Y si. Era nuestra guanábana. De la base del tronco muy cerca de la raíz, estaba de nuevo reverdeciendo la planta. Enseguida liberé espacio. Retiré y cambié de lugar las enredaderas y sólo dejé las ornamentales al ras del suelo. Quería que la guanábana tuviera espacio, aire y sol para seguir en su milagroso proceso de regeneración. Luego de un par de meses otra vez teníamos en casa un precioso arbusto. Fuerte, hermoso. No tardó en llegar la florescencia y dar frutos. Nuestro arbolito se cargó de punta a punta. Cada guanábana que nos comíamos nos llevaba a recordar a papá y su inicio con ella. Pasó un año. El arbolito seguía creciendo y cargándose. Si me pidieran humanizarla yo diría que fue su época “más feliz”. Pero entonces otro daño. De repente una mañana notamos que el árbol lucía opaco. No tenía el verde hermoso de siempre. No perfumaba el ambiente. Sus hojas estaban todas manchadas. La fruta se desprendía aun verde y pequeña. El color del tronco cambió... La examinó a detalle el jardinero y nos informa que le "había caído una plaga" Le pedí que hiciera todo lo posible por salvarla. Yo misma me pasaba horas enteras tratando de limpiar hoja por hoja. Se pusieron en práctica todos los remedios comerciales y domésticos disponibles. Pero nada funcionó. En muy poco tiempo la guanábana se marchitó. No había brotes nuevos. Y a sus pies, otra vez, un cementerio de hojas mustias y frutos dañados. Tan dañada estaba que el tronco se pudrió y cedió. Ahora sí. La tercera es la vencida. Mi Guanábana murió. Esta vez pedí al jardinero la desenraizara por completo. El señor obedeció. Pero se llevó la raíz (mas bien una parte de ella) pues decía que quizás, salvando algo y plantándolo en maceta, se lograra de nuevo un milagro. "De repente" -repitió- Yo sinceramente no albergaba la mínima esperanza. No me parecía que de ese manojo ocre que se estaba llevando Don José pudiera lograr nada. Pero no me opuse al intento. Y así, unos meses después, cerca de navidad, el querido Don José, nuestro jardinero itinerante, toca la puerta. Con una sonrisa enorme en el rostro me entregó un porrón con dos hojitas y me dijo: “Feliz navidad”... Pues sí. Imaginan lo correcto. La matica de guanábana lo estaba haciendo otra vez. “¡Un verdadero milagro de Navidad!” - dije- dándole un abrazo al Sr. José. Esta vuelta decidí no regresarla a la tierra. En principio porque ya había en su lugar un orgulloso limonero y también porque me pareció que en un porrón estaría más protegida. Fue creciendo todo lo que una guanábana puede crecer en una maceta. Prisionera obviamente no daba frutos, pero estaba verde y bonita. Tiempo después me toca la triste tarea de separarme de mi hija y de mi esposo. Dejarlos en casa y aventurarme lejos para tratar de conseguir dinero pues la situación se había tornado muy difícil para la familia. Pero días antes de mi partida decidí plantarla en tierra. Mi esposo estuvo de acuerdo. El punto es que no teníamos "tierra" como tal. Todo el patio había sido cementado. Eso no nos detuvo. Rompimos el cemento y comenzamos a cavar. Pero por más que hundíamos la pala en el agujero, la buena tierra no aparecía. Solo arcilla, arcilla y más arcilla. Tierra ideal para hacer un jarrón, pero no para sembrar. No obstante, como el agujero ya estaba abierto, pusimos abono en él y la plantamos allí. No era un sitio ideal como donde se hallaba el limonero. Pero era lo mejor que podíamos hacer. A mi esposo le encargué la tarea de retirararla y devolverla a su maceta si notaba que la planta enfermaba, entristecía o se secaba. Y con el corazón chiquito por dejar atrás mi familia, mi casa, mi vida, sin saber cuándo los volvería a ver, partí rumbo a Europa. De ese momento ha transcurrido más de un año. He vivido instantes de verdadero drama. Y para sentirme cerca de alguna forma a mi hija, mi esposo, mi hogar, sostengo largas conversaciones por video llamada con ellos. Debo confesar que honestamente la mata de guanábana no es el tema central de esos encuentros aun cuando a ratos pienso en ella. Pero una tarde mi esposo me llama muy emocionado y me dice: “Antes que cualquier cosa que debamos hablar, quiero que veas algo” Lleva el teléfono al patio y enfoca la cámara a la mata de guanábana. Me dijo mientras me la mostraba: “Mira, mira mujer, tiene frutos. Tiene dos bellas guanábanas y date cuenta lo alta que está” Me quedé sin palabras. Porque me parecía increíble que con todas las condiciones adversas y habiendo pasado lo que pasó, esa planta nuevamente estuviera reverdeciendo. Cuando colgué pasé un buen rato contemplando las fotos que me envío mi esposo. Y pensando en analogías. Porque todos sufrimos destrozos en nuestras vidas: “tormentas” “plagas” “desenraizamiento” pero si abrimos los ojos al día siguiente, es porque no estamos muertos, Y si no estamos muertos podemos volver a comenzar. Como el hígado que se regenera a partir de un pedazo de él... A la mata, a mí, y a muchos de quienes hoy leen esto, le quedan raíces por dentro. Así que lo que hay que hacer es dejar a esas raíces hacer su trabajo. Y brotar un par de hojas… el resto vendrá solo. Lo decían muy claro las abuelas de uno: “Mientras hay vida, hay esperanza” Mi guanábana tiene el poder de la resiliencia. ¡Debo imponerme emularla! Y ustedes deberían hacer lo mismo... ¡Que la clorofila los acompañe!

domingo, 25 de agosto de 2013

Ya puede adquirirse mi libro "Forraje Narrativo I"  a través de AMAZON

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El pedido se demora algunas semanas pues les recuerdo que el libro ha sido editado en Estados Unidos y desde  allí se realiza el envío


Deseo expresarle a quienes ya lo han leído, que me gustaría muchísimo conocer su opinión pues quien escribe lo hace para ser leído. El que diga lo contrario, miente.

Aida Beccaria

jueves, 14 de junio de 2012

Empeñados en buscar lo que ya está perdido corremos a menudo el riesgo de perder lo que siempre estuvo a nuestro lado...
                                                                                                                                             Aida Beccaría

lunes, 9 de enero de 2012


La Tía que se fue para llegar

Explicación necesaria: Este cuento se desarrolla en una vieja casona colonial de principios de siglo.  Aunque quizás no exista tal casa. Allí hay   testigos  de una historia narrada por la protagonista, pero esta historia se mezcla con lo real y los sueños. La protagonista - narradora esconde miedos y recuerdos en un mundo de irrealidades que su familia ayudó a construir.
El cuento tiene dos posibilidades: todo es un invento de protagonista o la mente de ella enfermó a consecuencia del mundo de horrores que vivió. La clave está en los “cuentos de mamá”. En la tía que llegó para alejarse y en el siguiente ejercicio: leer la historia una primera vez y leerla de nuevo por segunda  vez, pero de atrás hacia delante (la última página como la primera y así sucesivamente).  Existen varias realidades y el lector puede elegir la suya…
LA TIA QUE SE FUE PARA LLEGAR
Era un gigante descomunal. La tiranía de un pensamiento. Un ser duro, frío, impenetrable. Un roble altivo y ancestral. ¡Así era la tía a quien por fin conocía!
Durante años de pasado quieto e inmóvil escuché hablar sobre ella. Pero yo temía que se tratase de cuentos. Los cuentos de mamá. Cuentos que solía contarme cuando yo aún era capaz de escuchar.
Hoy la vi. Debía medir algo más de un siglo y algunas décadas.  Sus  ojos eran enormes y muy redondos.  Tan redondos como la esfera del reloj que cuelga en la habitación de papá. Su nariz era altiva y respingona.  Se me figuraba un soldado en posición de firme.  Sus labios eran delgados y rígidos. Muy parecidos a dos láminas de acero. Vestía como una dama de retrato amarillo.  La mujer que se fue para un día volver…
Una falda recta cubría muslos que una vez despertaron pasiones.  Una chaqueta confeccionada con recuerdos,  descendía  sobre la falda. Todo su traje era de color gris  (el mismo gris con el que la tierra pinta el cielo en los días de lluvia).En su mano derecha empuñaba un bastón.  Su mango era de oro. Y en su cabeza se erguía un moño similar a un pico nevado.
Su presencia acabó por convencerme que no eran cuentos los cuentos de mamá.
La tía era –definitivamente- la hermana de un anhelo.
Y siempre vivió lejos. Muy lejos, tan lejos como sólo puede estar el goce.
Vivió lejos, muy lejos, tan lejos como sólo puede estar la felicidad.
Pero hoy está aquí.  Cerca. Tan cerca como siempre ha estado el dolor.
Me contaba mamá que papá tenía el mismo poder que la ancestral tía Aurora. Y que mi padre le profesaba una extraña reverencia. Una reverencia profunda y serena.
Eso parecía imposible. Papá era un hombre indomable.  Su voluntad se imponía sobre el mundo entero.  Era dominante y prepotente. Pero aseguraba mamá que frente a la tía él se doblegaba como espiga al viento. Todo era difícil de creer  ¿Estaría exagerando mamá? Los relatos sobre la tía eran una mezcla de ayer y de hoy. Papá era un niño de apenas diez años cuándo quedó huérfano. Pero la tía tenía para entonces veintidós eras de experiencias… Había entre ambos doce años.  Yo diría doce mundos encontrados…
Corrían los años de 1943.  Firmado el armisticio,  Italia consiguió que los aliados actuaran como cobeligerante y una comisión aliada (de la que formaba parte la sangre de mi padre),  se encargó de organizar la economía italiana al servicio de las potencias en guerra. 
Una guerra que el gran dragón que escupe sangre judía se encargó de propiciar…
Las mentiras se cruzaron. En un extraño accidente desaparecieron en la bruma del olvido personajes que nunca conocí y de los que sólo escuché hablar a través de los cuentos de mamá.
En enero de 1944, los aliados hicieron un desembarco al sur de Roma con la intención de rodear el frente alemán. La tía Aurora fue perseguida. Extrañamente logró huir.  Cuando finalmente los americanos entraron en  Roma se encontraron con que la tía era intocable  pues pertenecía a la corte del rey Humberto.
Mamá decía que su cuento no era cuento… era historia. Mamá olía a café.  Y su sabor era amargo y su presencia efímera. Mamá me dijo  que el día 02 de agosto de 1945 (tres meses después de la capitulación de Berlín), la tía se hundió en el misterio.
En realidad no era misterio.  Sencillamente la tía se había coronado con oro poderoso hecho con papel.  Y su nombre dolía mucho y por eso era oculto.
Mamá contaba que la tía Aurora envuelta en su capa de silencio fue adquiriendo poder.  El poder de las cortesanas.  El poder sabio que nunca muestra la cara.  El poder que descompone el acero y endurece la brizna de paja. 
Mi padre –decía mamá- no tuvo más familia que la tía Aurora. Quizás nunca hubo madre.  Quizás nunca hubo pieles…
Mi padre era como una gran montaña negra.  Sólida.  Impenetrable. Aterradora.  Mamá en cambió era como una tarde de títeres.  Jovial. Pequeña. Predecible…  y ambos sólo tenían veintidós años cuando se conocieron.  Fue al azar.  En la calle.  En la plaza.  Tras un monumento.
 El noviazgo duró lo que tarda una semilla de amapola en germinar.  Y en esa rapidez  comienza mi madre a percibir olor a café y a presentir en su vida nuevas montañas, quizás no tan negras e impenetrables como papá…
Deciden huir porque una nueva generación poderosa sólo podía tener lugar lejos, muy lejos de Italia.  Así fue como estirpes de horas que vagan en el tiempo fueron condenadas a callar.  Había llegado a Venezuela el último de los Alberti… pero también el primero.
El silencio que siempre rodeó a la familia,  de nuevo fue el cómplice perfecto de esta huída.
El día dos de agosto de un año que los cuentos de mamá no recuerdan,  un barco atracó en un puerto de aguas venezolanas vomitando su carga de inmigrantes bañados en sueños. Y desde entonces nace la nueva generación de dulce de jalea, café colado y fango mustio.
Mis padres se trasladaron a la población de Pregoneros en un estado que huele a negro perfume. Allí transcurrieron treinta años que nunca se movieron en el tiempo.  Un pasado vivo rodeó la vida de los Alberti.
Tan solo por los labios de mi madre se descolgaba un puente.  El mismo puente que durante días y meses mantuvo unidos recuerdos y presentes.
Pero el vacío y el olvido fueron más fuertes que el frágil puente… mi madre pronto calló y la vergüenza fue apoderándose de nuestras vidas.
Pero hoy. Aquí. Un trozo de leño estalla. Todo cambia. Estaba yo ante el gigante.  Me bastó observarla durante unos segundos para comprender lo que siempre supe:
 ¡Había verdad en los cuentos de mamá!
Mi madre tuvo cinco hijos.  Ella parió cinco llantos interminables.
El primero -Roberto- se escapó de la casa cuando solo tenía quince años. Buscaba un lugar.  Nació una mañana de un día cualquiera cuando el sol tan parecido a una esfera dorada,  calentaba la cabellera verdi-azul tras la vieja casona.   Desde su partida, mi padre lo hundió  en la nada.  Roberto se volvió una historia más de mamá.  Y sus lágrimas sólo podían visitar sus recuerdos en medio de una amarga soledad…
El segundo hijo nacido un martes de lluvia,  durante la más profunda de las noches que se puedan recordar, fue Benito.  Benito resultó ser un androide perfectamente programado para el orden establecido en la familia Alberti.
Jamás sonreía, y de hacerlo, sólo apretaba los dientes y estiraba los labios que –más que labios- parecían dos láminas de hierro oxidado…
Clara fue la tercera.  Nació una mañana de un día domingo.  Era un domingo triste. 
Quiso ser la esposa de un Señor Todopoderoso que no era el señor Alberti…  y vestida con una sábana blanca, Clara se hundió en un convento.  Su presencia quedaba delatada cuando la casa olía a incienso, y cuando por los rincones sólo se escuchaban letanías…
La cuarta fue Eva y nació el mismo día que aleteaba una gallina que
había sido decapitada en la cocina para la parturienta.  Su vida transcurría por los rincones (como transcurre en los rincones la vida de las ratas).  Todo en ella es hueco.  Su voz es un eco lejano entre montañas.  Ella huele a mustio y a enmohecimiento.  Ella, día a día teje los hilos de su propia desgracia que fue también la desgracia de mamá.
Y cuando aparentemente el árbol ya no daría más frutos… 
Cuando ya no parecía posible nacimiento alguno, aparecí yo. Era viernes y una orquídea morada había florecido.  Así que, frente a una flor de luto interminable, me fue dado por nombre Soledad.
Durante mis primeros años, las mañanas se iniciaban con juegos en torno  a la mata de mango.  Seguían galletitas con dulce de jalea mientras escuchaba absorta los cuentos de mamá.  Una mañana su voz se silenció. No hubo juegos ni jalea.  No hubo historias ni cuentos…
Un destello plateado bañado con sangre postró mi vida para siempre en un lecho de tierra. Mi  padre –acostumbrado al servilismo incondicional – ordenó que la mustia Eva arrancara su propia piel y ocupara el puesto de mamá.
Carne con carne.  Era con era.  Maldiciones que sobreviven a cientos de noches cubiertas de estiércol.
La anarquía se impuso en la vieja casona.
Benito gobernaba por sucesión.
Todo era estático.  Fue entonces cuando una luz con el poder de la historia, entregó a mi alma un instante de esperanza ¡Recordar los cuentos de mamá!
Y siguieron tres sonidos secos en la puerta -La vieja Pancha, vieja como el pasado que reina en Pregonero -La vieja Pancha, vieja como las vigas que cuelgan en el techo  -La vieja Pancha, vieja como el guayabo del patio antiguo.  Pancha la hacendosa y analfabeta que sobó el vientre de mi madre en cada uno de sus partos.
La vieja Pancha abrió el portal y tras ella mis pasos.
Ahora estoy frente al gigante de los cuentos. Un bastón que golpea con fuerza. 

Una voz dura.  Una mirada de piedra.  Pancha llora…
Siempre hubo equipaje esperando  por mí.  Por eso yo no dije nada. Sólo tomé las pesadas valijas y conduje a la tía por la vieja casona.
¡Una entrada triunfal!
Tal fue el estremecimiento en los cimientos que los árboles aplaudieron y las sombras se agitaron.
Este fue un encuentro cuidadosamente preparado por treinta años  de destino.  La tía quedó clavada como un roble en el centro del salón.
Su aliento olía a irreverencia.  Observaba cada detalle.
La vieja casona la compró papá cuando su dueño había caído en desgracia  -todo el que se aproxima a mi padre cae en desgracia- Muchas cosas ignoro, pero puedo ver más allá de esta vida que hoy llevamos… aun cuando mis ojos parezcan muertos.
La vieja casona era larga y estrecha.  Tenía un corredor  ¡Cuántas veces en ese corredor
las eras se abrazaron hasta ahogarse!   En el corredor había seis puertas.  Puertas que conducen a seis cuartos que en realidad son seis tumbas de nuestro hogareño panteón…
Y al final del corredor un patio, un patio dueño de la mata de mango.  La misma que endulzó mi infancia.  La misma que amargó mi juventud.
En el patio, que no era más que un hueco en el centro de la vieja casona, dos puertas.  Una de ellas cerrada a la vida y otra abierta a la muerte.  En la primera vivió Roberto hasta cumplir quince años.  Después fue exilado al olvido.  Y en la segunda vivo yo  ¿Vivo?  En realidad sobrevivo desenterrando recuerdos.  O al menos lo intento…
Los mejores cuentos de mamá salían de su boca cuando preparaba jalea. 
 Yo buscaba los mangos en el patio.  Mamá cocinaba, mezclaba y contaba.  Sus conservas quedaban amarillas como retratos viejos, pero eran muy especiales, dulcitos… como dulce es el amor de una madre. La enorme y ancestral cocina (donde mamá guisaba y contaba),  estaba en el extremo opuesto del patio, atravesando el corredor. 
En esa cocina no hay tiempo.  Se detuvo,  y ese era el dominio de la vieja Pancha. –La vieja Pancha con sus grandes soles en ocaso colgando del pecho y su gran delantal que trata –inútilmente- de abrazar todo su cuerpo.
Pancha es parte del infierno donde se cuecen carne y recuerdos.  Con su gran abanico aviva las llamas de mentiras que están consumiendo a cada uno de los Alberti.
Detrás de la vieja casona se extiende un inmenso campo.  La vista es el horizonte.  En él, el rocío riega flores,  hojas y cuerpos cada mañana.  Su color es verdi-azul…
Yo le tenía lástima a la vieja casona porque estaba condenada a su propio encierro. 
¡Cuántas vidas fueron en ella!  Ahora yace en el olvido de un pasado que la cubre de nostalgia. 
Había dinero.  Mucho dinero.  No sé nada.  Pero puedo ver a través de mis ojos aparentemente muertos.  Y aún puedo sentir… y siento dolor en el dolor cuando mi hermana Eva se hunde en el interior de mi padre. Vivo  la oscuridad en el fondo de mi ceguera cuando Benito me dice “ve a jugar donde la mata de mango”  Me da frío en las vísceras cuando Clara la monja aparece con su sábana blanca murmurando credos y flotando sobre el suelo como espectro aterrorizante.
Mientras arrastraba el pesado equipaje pensaba en lo mucho que mi alma deseaba conversar.   Pensaba en cortar flores del campo y decorar con ellas el gran salón. 
Pensaba en correr alegre,  comer jalea y escuchar absorta los cuentos de mamá.  Pero era la hora de callar y la hora de arrastrar equipajes…Según algunos de los cuentos de mamá, los Alberti siempre transitaron la vida cargando pesados y engorrosos equipajes.  Hoy lo llevo yo.  Pero yo no voy a ningún lugar  ¿O sí?  Creo que voy a la tercera puerta del largo corredor…  allí me esperaran  recuerdos…
Pero Pancha vino por mí.  Ahora deberé tomar el tilo con olor a canela y anís y esperar el silencio.  La noche es eterna en la gran Casona.  Y fue una noche cuando la ruina que llamamos vida comenzó. Tras mi puerta nada se escucha,  particularmente cuando bebo el tilo de Pancha.  Pero tras la puerta de la tía (la tercera),  se escucha cómo pasa el tiempo.
Despierto y me veo de nuevo en el gran salón que da la bienvenida.
Ahí estaba la mustia Eva tejiendo una manta.  En realidad ella no hace más que tejer vergüenzas.
Pancha ofreció café colado que huele a Pregonero.
Vi entonces la botella que mamá guardaba para grandes ocasiones que nunca llegaron.  La tomé,  la limpié y la puse junto al café de Pancha. Todos me observaron atónitos.  Pancha movió la  cabeza de un lado a otro y se secó una lágrima. Eva hundió su rostro en el tejido con más frenesí  que nunca.  Y creí ver en Benito una sonrisa… pero no… fue una mueca… Benito siempre engalanado con el uniforme de la muerte, no sabe sonreír.
Eva parece la oveja muerta de un rebaño enfermo.
Clara es la imagen blanca de un fantasma solitario.
 Pancha reza y dice que nos hemos alejado del Señor ¿Cuál señor? ¿Benito? ¿Mi padre
acaso?… Quizás se refiera al buen señor que cada mañana traía melaza en su carreta de palo y paja cuando mamá hacía jalea.  O al señor que traía la leche.  Todos los señores desaparecieron al desaparecer los cuentos de mamá. Pancha se persigna y le pide a ese señor que yo no sé quién es,  aleje los demonios de mi alma… Ay  Pancha querida… no es en mi alma donde se alojan los malos espíritus… no es en mi alma…
He sido tachada.  En ráfagas de cruel verdad me doy cuenta que he sido deliberadamente tachada.  Y cuando intento reclamar, soy condenada al silencio con aroma a canela y anís.
Pancha insiste en rezar para que se me salga el daño ¿A qué daño te refieres Pancha? ¿Al que me hiciera mi padre?  ¿Al que se le hizo a mi madre? ¿Al que se le está haciendo a Eva?
Llueve.  Y siempre que llueve la vieja casona se estremece y es entonces cuando más fuerte se escuchan los rezos de Pancha y cuando yo comienzo a recitar estrofas de algunos cuentos de mamá…
La tía me observa mientras bebe el café que Pancha sirviera segundos atrás.  Sus ojos hablan aun cuando su voz permanece en silencio. Su rostro es pálido ¿No es pálida también la esperanza?
Tía cruza sus manos que tienen forma de alas.  Su cuerpo es una roca erguida de donde emanan  los olores de mi infancia.
Benito parado al lado de la tía se me figura como el molinillo que Pancha tiene para
moler los granos de café.
Eva, sentada justo a mi lado, parece una rata gris y escurridiza que intenta recuperar aliento luego de una larga carrera.
La tía sigue allí. Sentada frente a su humeante taza de café.  No deja de observarme.  Sonríe.  Orgullosa,  clava sus ojos en mi alma.  Yo río.  Y mientras la risa se desborda de mi pecho como un grito, Eva deja rodar una lágrima por su cara.  Esa lágrima,  más que líquido, parece una mancha de musgo…
De nuevo el brebaje dulzón.  La maldita brebanda que me obliga a guardar silencio…  Pero antes de tomarla me arrodillo frente a la tía y le digo lo que decir quise siempre: -Aquí las gallinas se levantan en la noche. Los guayabos dan limones.  Las fiestas son en
Semana Santa y las ceremonias en agosto.  Aquí nos ensuciamos con agua limpia y nos lavamos con estiércol  ¡Esto que ves es lo que somos!
La tía alzó las cejas.  Tomó mi barbilla entre sus manos tan parecidas a gavilanes blancos.  Miró a través de mis recuerdos y sonrió de nuevo…
Ahora creo entender quién es el señor del que habla Pancha.
La tía quiso saber cuál era la habitación de mi padre.  Por aquí  -dije- y la conduje de nuevo a través del largo y estrecho corredor.  Señalé la puerta y la dejé sola porque ya Pancha se había adelantado  a nosotras, obligándome  a beber el tilo… el sueño me toma por asalto … el maldito tilo…
Hay mañanas después de muchas brebandas en las que no logro ver nada.  Sólo soy capaz de escuchar la lluvia y seguir a Pancha por doquier.  Me siento bajo la mata de mango y me esfuerzo en recordar,  apretando las manos contra mi vientre… nada… no
puedo… apenas la voz lejana de mi madre pidiéndome unos mangos para hacer jalea.
 …La mata de mango era eterna.  Siempre llena.  Siempre viva.  De pronto no hallé mangos para la jalea. Y se me perdió la infancia.  Se extravió la alegría.  Busqué.  Busqué inútilmente en el patio.  En el corredor.  En el salón. En la cocina.  Nada hallé.  Nada excepto mi padre y un brebaje dulzón.
Hay instantes en los que un destello plateado cruza velozmente ante mis ojos.  Un destellado plateado con sudor de sangre.
Sólo una vez vi a mi padre llorar.  Pancha lo consolaba.  Pancha consolaba a Satanás.  La pobre vieja Pancha nunca supo.  La pobre vieja Pancha nunca vio.   La pobre vieja
Pancha sólo sabía de guisos,  caricias y brebandas con aroma a canela y anís.
Un silencio eterno en mi alma fue el único luto de mamá.
Estoy sentada bajo el enemigo de mi madre, quien pronto será el aliado de mi tía…
Cuando mamá murió Clara no hacía más que repetir “fue la voluntad del señor” Lo que Clara nunca adivinó es quién era en realidad el señor cuya voluntad se cumplía.
Benito le dijo a los policías  y al doctor cómo había sido la muerte  de mamá.  Todos preguntaban.  Miraban. Parecían enormes mariposas blancas y azules revoloteando sobre la desgracia.
Se habló de rejas y puertas con salientes afilados como espadas. Se hablo de accidentes y destinos.
Mientras esto ocurría, mi  padre ya tenía sus ojos puestos en la enmohecida Eva.
Pero ahora mi alma sonreía.  Los cuentos de mamá cobraban vida.
Cuando tía Aurora pidió explicaciones sobre la muerte de mamá, no lo hizo como los doctores y policías.  Ella le permitió claridad a las ideas. 
Ella le dio luz a los laberintos de mi mente. Definitivamente, ella era la fuerza.
Me encerré en mi habitación.  Es un cuarto frío, húmedo… sus paredes sudan agonía así como las flores lloran rocío.
Mi cárcel me fue impuesta por orden de Benito. No obstante, y a pesar de lo inhóspito que le resultaba a tía Aurora mi cuarto,  ella se encerraba conmigo.  Anteriormente sólo la pobre vieja Pancha arrastraba sus pies hasta este lugar gobernado por el vacío.
Perezoso,  un nuevo día se anuncia.  Mas los sapos no creen que un amanecer esté por comenzar y por eso le cantan a la noche…
Todos duermen  en la vieja casona.  Incluso la pobre negra Pancha que siempre se despierta al alba.
Sentí un profundo estremecimiento.  Fuertes vientos se agitaban en mi cabeza.  Las ramas de la mata de mango se golpeaban entre sí. Querían revelar el secreto enterrado en sus raíces.
Pero algo extraño sucede. Amanece.  La luz se mete en mis ojos y tía Aurora se pierde con el último grillo.
Comprendí entonces que este sería uno de esos días que a mí en lo personal no me gustan. Pues con toda seguridad hoy visitaremos a Clara en el convento y Pancha le dará gracias a Dios por mi cara lavada.  Será uno de esos días en los que Benito me mirará y me verá.  Uno de esos días en los que Eva se esconderá con más frenesí que nunca tras su tejido.
Y mi voz sonará para todos excepto para la tía Aurora.  Y dirá cosas que a todos agradarán pero que disgustarán a la tía…
 Avanzaba la mañana, Pancha servia el desayuno. Eva cubria mi espalda con una mantilla.  Benito daba órdenes y papá se acercaba para darme un repulsivo abrazo.
Tía Aurora se retiraba…
Ese día fuimos al convento tal y como lo temía.  Hicimos todo aquello que detesto: arrodillarme frente a frías estatuas de yeso.  Encender velas.  Oler el incienso que exudan las paredes de la capilla…
Cantaron.  Canté.
Oraron.  Oré.
Clara envuelta en su hábito blanco acariciaba mi rostro.  Me dejo.
Pancha me besa. Dice que soy la niña de ayer.  La escucho.
Benito enciende otra vela.  Lo observo.
Eva no para de recitar el rosario.  La compadezco.
Mis rodillas se han dormido.  Quiero erguirme. Hace años que intento erguirme. Pero me conformo con levantar el rostro y susurrar que es hora de irnos.
Y ese día al llegar a casa y para mi gran sorpresa, viene a mi encuentro la tía Aurora.  Me alegré tanto que en mi alborozo no me di cuenta que perturbé el infierno de los Alberti.  Aparece Pancha con su brebaje dulzón…
Mientras me llevan a mi habitación semidormida, en mi alma se va
dibujando una mata de mango.  Soñé con jaleas dulces y amarillas.  Soñé con caminos
negros que se desprenden de velas Salté de la cama.
La tía, sentada, inmóvil, me contemplaba.
Vi en su pecho un enorme broche semejante a un sol caliente de tres de la tarde.
La tia aferraba con más fuerza que nunca a su bastón.
Sentí voces. Voces que aullaban dolor desde lo más profundo de mis entrañas.
La tía se levanta y da la orden de detener tanto horror.
La sigo por el estrecho corredor. La sigo hasta la cocina donde Pancha guisa sus mentiras.  La sigo hasta la eterna noche de Eva.
La sigo mientras busca.  Y las voces ya no me dejan entender.
De pronto descubro el rostro de mi madre.  Su cara, su cuerpo y su voz se habían quedado aprisionados en el más espantoso de los instantes.  Ya lo recordé…
Tan agudo fue el grito de este descubrimiento que hizo detener a mi tía.
Cesó la búsqueda.
Por toda la vieja casona se esparce el fétido olor de un cadáver que lleva treinta años descomponiéndose.  La verdad fue vomitada.
Ya no puedo ver más que el rostro de mi tía.  Y observo cómo de su cabeza se desprenden enormes llamaradas.  Lenguas de fuego que hieren mis ojos.
Sus manos aparecen convertidas en espadas.
Sus pies se funden con los cimientos de la casa.
Entiendo que estamos frente a la puerta de mi padre.  Mi odio bastó para derribarla. Y entonces vi  lo que siempre había visto y comprendí  lo que siempre había comprendido.
Eva huyó chillando como lo hacen las ratas frente al peligro.
Y las espadas en las manos de mi tía atravesaron el cuello de mi padre.
Piedra sobre piedra la gran montaña se desmorona.
Una respiración agitada intenta salir de su boca. Y yo recuerdo…
 Un río de miedo color rojo llega hasta mis ropas.
¡Ahora podía ver con claridad en los recuerdos!
Nadie creyó en los cuentos de mamá ni en mis historias… 
Al morir mi padre,  el más impenetrable de los silencios se hace presente.
Ya no hay voces.  Las moscas dejan de hacer ruido…El pasado se une al presente.
La tía coloca en mis manos la espada que silenció una vez hace ya treinta años, la voz de mamá.  Y con ella entre mis dedos, sintiendo aún la furia de mis recuerdos, doy el último golpe sobre la cabeza de Benito.
Ahora si se escuchó un trueno. Todo Pregonero se estremeció
Mi madre aguardó pacientemente en su tumba la llegada de alguien que pusiera la verdad ante los ojos del pueblo.
Ahora los tres  se irán al recuerdo,  que a veces se deja ver, a veces no.
Siento la angustia de Pancha ahogada por años.  Es tan densa que puede cortarse como el cuello de Benito.
La tragedia suelta fantasmas.
Mil vidas condenadas manchan las paredes de culpa.
La pobre vieja Pancha-de rodillas- con las manos aferradas al vientre le grita a Dios todopoderoso. Le suplica piedad…
El gallo cantó.
Volviéndome sobre mis pies que ya no arrastran el peso de la mentira, fui hasta la mata de mango.  Allí estaba, enterrada, la espada que mató a mi madre.  De allí la tomó la tía.  Y allí ha de volver.
 El tiempo emprende de nuevo la marcha.  Hoy es mañana y pronto el mañana será ayer.
Eva sigue tejiendo.  Ahora es la culpa la que entrelaza con la vergüenza.  La pobre Eva enmoheció esperando su liberación.
La vieja Pancha no supo.  La pobre vieja jamás supo.
Levanté mis ojos. Y levanté también mi cabeza.
El cielo sonreía.
Allá,  en el convento donde Clara pierde su vida, yo jugaba y corría.  En el convento del Sagrado Corazón yo aprendía números, letras, risas y cuentos.  Allá, en el convento del Sagrado Corazón  mi madre vendía sus jaleas que eran las mejores de todo Pregonero. Hasta Táriba llegaba su fama de dulcera.
Yo era la encargada  de seleccionar los mangos.  Y yo era quien, a los pies de mamá, saboreaba las jaleas al tiempo que escuchaba sus cuentos.
Un maldito día no hubo mangos y sólo la muerte dio frutos. 
Pero llegó la tía…
Eva lanzó contra las manchas aun calientes de sangre, el tejido de toda su vida.  Estaba llena de odio.  Eso es bueno.  Está viva…
Tengo frío. Tengo sueño. No hay angustias. Estoy sola
Finalmente estoy sola sin voces ni recuerdos olvidados. Y siento en la carne.
En el alma. En la memoria…
Ahora sí quisiera tomar el brebaje dulzón que me anula.
Los cuentos de mamá serán historia.
La pobre vieja Pancha hará conservas como las que una vez  Pregonero admiró.
Eva existirá en la vieja casona.  Podrá decidir.  Dejará de vagar en la interminable noche de su pecado.
Clara tendrá mil razones para encender sus velas y –finalmente- su encierro tendrá motivo.
Creo ver unos mangos verdes en alguna de las ramas de la mata de mango…
Había un reloj en la vieja casona que nunca más funcionó.
Hoy reemprendió la marcha.
El reloj se detuvo el mismo día que Eva Braun desapareciera con su amado en el escombro de muerte. Pero una tumba tan pesada como toda Europa aplastó su sacrificio.
El reloj se detuvo el día que Clara Petacci lanzó su cuerpo sobre el de su amado pero mil balas cruzaron su escudo.
El reloj se detuvo cuando a un niño cualquiera le es presentada la muerte y el horror a cambio de la ilusión.
El reloj se detuvo cuando la mujer que me trajo al mundo,  trato de proteger con aliento de cálido suspiro al maligno que mi padre llevaba en su interior.
El reloj se detuvo cuando una noche, un destello plateado atravesó la voz de la mejor dulcera de Pregonero…
A partir de entonces, guerra y ocaso se conjugaron en una sola vida.
Y la verdad se mezcló con la mentira. Veo en mi mano izquierda cinco arcos de triunfo.
Veo en mi mano derecha el abismo de la soledad.
Pancha gime,  gime sobre el río carmesí  y púrpura de silencios olvidados.   Eva alza los ojos.  Se desmoronaban los siglos que sobre nuestro cuello pesaban.  
 La verdad duele.  Duele más allá del propio dolor.
Quisiera detener nuevamente el tiempo y refugiarme en mis sueños con aroma a canela y anís.  Y es que tanta claridad deja ciega el alma…
Un gigante.  Un gigante descomunal.  La tiranía de un pensamiento.
Un ser duro, poderoso, impenetrable.  Un roble altivo y ancestral…
Finalmente pude conocer a la Tía… Ella tuvo que irse para llegar…
Años de pasado inmóvil…  mamá solía contarme cuentos…  crecí anhelando que los cuentos de mamá llegaran a ser tan reales como ella.
Por el alba tras la vieja casona corren mañanas con aroma a negro perfume.
Luces azules y rojas invaden el mundo de la familia Alberti.
Pancha aprieta con sus manos curtidas el delantal que por años la protegió.  Pancha no entiende.  Pancha nunca entendió.  Pancha no entenderá.
Pancha nunca comprendió lo que le estaba pasando con  Eva.
Acabo de recordar un trozo de un poema que siempre recitaba mamá:
“Siento la perla que llora la rosa cuando el cielo derrama agua.  Le dicen Soledad…”
Hay dolor en mi cuerpo.  Soy llevada, arrastrada.  El gran portal de hierro se cierra tras mis pasos.  He sido tachada. 
Grandes luces rojas y azules revolotean por toda la fachada.  Mis manos han dejado de ser libres.  Y de ellas se caen abismos y esperanzas.
Eva está mirando fijamente al sol. Quedará ciega…
Fuimos cinco llantos.
Cada uno llevó un nombre elegido por papá.  Cada uno de nosotros excepto yo.
Cuando mamá murió, mi padre –acostumbrado al servilismo incondicional- ordenó que Eva arrancara su propia piel y ocupara el puesto de la señora Alberti.
Carne con carne.  Era con era.  Maldiciones sobreviviendo a cientos de noches cubiertas de estiércol.
La anarquía se impuso en la vieja casona.
Todo fue estático… hasta la llegada de la tía… ella fue desenterrada de un cuento de mamá.  Ella era real. Todo termina donde comienza: Pregonero. Café.  Esperanzas.  Dudas.  Recuerdos.  Culturas que se mezclan.  Historias que se entrelazan.
Dejo atrás la vieja casona.
Frente a mí,  colinas verdi-azul que parecen pintadas sobre un lienzo color crema.
Poco a poco el dolor desaparece. Una sonrisa a lo lejos,  en mi mente… es mi tía…
Hay bruma.  Los colores se hacen grises.
¡Era cierto!  Frente a una noche de luto interminable,  me fue dado por nombre Soledad…


Aida Beccaria