martes, 6 de septiembre de 2011

Las palabras dichas sin pensar son como flechas lanzadas al vacío:
Nunca darán en el blanco pero pueden herir mortalmente a un inocente
Aida Beccaria


La avaricia, la codicia y la mezquindad
son pecados del pobre y virtudes del rico


Aida Beccaria
No hay mal que dure cien años
porque la mayoria se muere antes...


Aida Beccaria

Para reconocer a un ignorante magistral
basta con observarlo detenidamente.
Y notarás de inmediato cómo elegantemente vestido,
tras un púlpito de fina madera, enjuicia con rabia a quienes llama ostentosos...
Discrepa con odio y ridiculiza con propiedad a los
"manipuladores de conciencia" y para que su idea quede clara manipula con garbo al colectivo al cual se dirige..
Y este abuso de poder lo logra gracias al poder que sus pisoteados le han conferido.


Aida Beccaria







Cada vez que intento simplificar 
un poco mi vida
aparece un ser trivial  
y sin más ni más me la complica


Aida Beccaria
Quien nunca haya sentido terribles dolores abdominales, complicados con profundas ganas de vomitar.
Quien nunca haya sufrido de gases y mala digestión (incluso para comer un grano de arroz )
Quien no haya padecido jaqueca, presión en el pecho, taquicardia, hormigueo y piernas flojas
¡Jamás estuvo enamorado!


Aida Beccaria


 ANA Y MARIA, dos por siempre

Ellas siempre estaban juntas. Caminaban muy tranquilas por ahí,  tomadas de la mano.

Soñaban fantaseando sobre viajes lejanos a lugares perdidos en el mapa…
No entendían la vida si alguna de ellas fallaba. Se necesitaban y eso era todo…
Para Ana y María, la ilusión y la aventura era una así como una sus almas…

Siempre juntas. Piel con piel. Sentido con sentido. Un roce, una caricia, un estremecimiento… en realidad dos…
Contemplaban absortas cómo el agua rodaba por las ventanas cuando llovía. Y así era con el sudor y así era con las lágrimas…

En sus vidas no había hombres, no había espacio para falos ni deseos castrados. Todo en ellas era espontáneo y ocurría a la vista de quien fuese… lo mismo frente al cura que ante un niño…

Se perdían calle abajo por el pueblo caminando al mismo ritmo, utilizando los mismos espacios. Más que un caminar, parecía una marcha.

Y juntas cortaban flores. Y juntas miraban el cielo tumbadas sobre la grama. Juntas contaban  estrellas. Juntas atrapaban insectos. Juntas reían. Juntas lloraban. Y juntas se unían sin separarse, rodando por la tierra, por el agua, por la cama…

Todo debía compartirse: Cuando algo disgustaba, dividían el apremio y cuando algo agradaba, multiplicaban la alegría.

Se bañaban juntas. Comían juntas. Juntas se tocaban y juntas se ignoraban.

Mientras dos vidas se mantenían unidas como hierro forjado,  otras miles conspiraban, criticaban, enjuiciaban, tratando de separar lo inseparable.

Las personas del pueblo, con repudio y con espanto, repetían la señal de la cruz al verlas pasar. O tan sólo con nombrarlas… Una natural morbosidad entrelazaba las vidas de Ana y María. Sus padres alegaron hasta el cansancio que algo así no podía ser. Que no era natural. Que no era de Dios.

Ellas eran pecado… El padre Algimiro  solía recordar que Dios castigaba y que el camino elegido por el Todopoderoso podía ser tan extraño como extraños eran los malos pensamientos de los hombres…

Pero el tiempo pasó. Y la rabia cedió a la tolerancia. Como nada las separaba, las ancianas del pueblo, entre murmullo  y murmullo las aceptaron.

Cuando el padre Algimiro decidió que había otras almas que salvar, y determinó no enjuiciar más el pecado de Ana y María. Cuando las chismosas del pueblo hallaron nuevos temas para el café. Cuando ya no había repulsión colectiva,  decidieron ir a misa todos los domingos. Y entonces comenzaron a aparecer algunos amigos:
Estaba doña Flor, la dueña de “la única taguara decente en el pueblo” (allí los hombres se emborrachaban sanamente hasta el amanecer…) Doña Flor quería entrañablemente a Ana y María.  Ella les enseñó a pintarse los labios y a esparcir muy bien la base de talco por el rostro y el cuello para que no se notara… Ella les enseñó dónde poner el perfume para que  “oliera más y mejor”.  Y también les enseñó a desinflamarse las ojeras con pepino.
A hacerse lavados descongestionantes y a preparar un jarabe de Pasiflora con ron para dormir mejor…

Y junto con doña Flor, las quería con todo su corazón  el pobre loco Tiburcio (yerbatero del pueblo que, con tanto tifus y tanto mal de ojo, acabó volviéndose loco).  Entre ráfaga y ráfaga de cordura, Tiburcio les llevaba a Ana y María un puño de mejorana y otro de yerbabuena para que pudiesen digerir mejor…

El pobre loco Tiburcio, cuando las veía bañarse juntas en el río, siempre se hacía a si mismo la misma tonta pregunta: ¿Irán también juntas al baño?...

Con Flor y el loco Tiburcio, vivir se fue haciendo más fácil.

No obstante, ocurre un día algo terrible. Fue así de repente. Una fiebre. Y con la fiebre, Ana no pudo levantarse de la cama. Ojeras, mal aliento, dolor en los huesos… Doña Flor ponía cataplasmas, Tiburcio preparaba ungüentos. El padre Algimiro rezaba…
Ana enferma con tal gravedad que aún sin dormir parecía muerta. Ni las yerbas de Tiburcio , ni las brebandas de Flor, ni los rezos del padre Algimiro lograron levantarla de la cama…
Siguieron las oraciones, los tilos y las estampitas santas… no había mejoría.

María impávida, contemplaba con horror la lenta agonía de su Ana querida. Estaba aturdida.  Impotente sólo atinaba a abrazarla suplicándole a Dios Clemencia.
Dios no escuchó. Jadeando, sin pensar en María, con la piel amarilla y los ojos sin vida, se acababa la agonía de Ana.

Un corto funeral sobre la misma cama en la que murió.

Todos sintieron gran lastima por María. Ella,  inmóvil al lado del cadáver, fantaseaba sobre no sepultar a su amada Ana y caminar el resto de su vida arrastrando el cuerpo embalsamado de su Ana fallecida…

Pero pocas horas después de la muerte, María enferma también. Y silenciosa, boca arriba, contemplando el techo y aferrándose el vientre con fuerza. Entre dolorosos espasmos y horribles olores, cierra sus ojos para siempre.

Olas de murmullo en la habitación, en el patio, en las calles.
¡Habían muerto Ana y María!
El pecado y la culpa finalmente expiados... El padre Algimiro rezó un Padrenuestro. Doña Flor las besó en la frente y las maquilló. Y el loco Tiburcio (saco de yerbas al hombro), luego de colocar entre sus manos un manojo de ruda, salió del cuarto preguntándose  aún si juntas irían al baño…

Ahora sí se terminaba el funeral. Había que enterrarlas. No podía perderse más  tiempo pues el cuerpo de Ana se descomponía…

En el cementerio una gran fosa para un solo ataúd.  Juntas vivieron y juntas murieron. Cuatro piernas, cuatro brazos, dos mentes, dos corazones, un hígado, un páncreas, un estómago...

Se fueron para siempre las hermanas siamesas que tanto se querían. Nada las separó.  Juntas nacieron y juntas partían hacía la voluntad de Dios.  Piel con piel, sentido con sentido, sueños con sueños… Dos vidas inseparables y una muerte para dos…


Aida Beccaria