miércoles, 25 de agosto de 2021

"EL FRASQUITO".

Cuando me pidieron echar a la basura un simple y sencillo frasquito de vidrio me negué. Me negué absolutamente ¡No! … Corrían los años de 1967. Mis padres habían logrado el sueño de comprar un apartamento. Hasta ese momento habíamos vivido en un lugar, chiquito, oscuro y húmedo (según mis padres porque yo lo recuerdo como un lugar de aventuras). Papá había logrado ahorrar (trabajando doble y a veces triple turno como prensista en una tipografía). Con esos ahorros dio parte de la inicial y completó el primer pago para la compra de un apartamento nuevo, con compromiso de pago a veinte años ¡Veinte años! Para mí en ese momento alguien de 20 años era casi un ser venerable… El apartamento en cuestión estaba en un edificio que acababa de construirse. Allí, padre, madre y tres hermanos de ocho, seis y tres años respectivamente, debíamos iniciar una nueva vida. Mamá estaba feliz porque la nueva vivienda tenía una “enorme y amplia cocina” cosa que nunca tuvo en la otra casa. Donde vivíamos antes, la cocinita a gas se “integraba” con mi cama, un televisor y una mesita…Saquen sus cuentas. Mi padre soñaba con ver a sus hijos dormir en una habitación y no en una sala común. Y además había un balcón para plantas y flores, cosa que en el otro sitio no. Es decir, si, pero en un patio común que todos los del edificio compartían. En fin. Al expectante lugar que debía cambiar por completo nuestra forma de vivir, llegamos una tarde de un viernes. Yo, con apenas siete años, y no muy conforme de abandonar el sitio donde había transcurrido toda mi vida, mis hermanos viviendo la experiencia como un juego y mis padres definitivamente cansados pero felices… Éramos de los primeros en mudarnos al edificio de ocho pisos. Un sitio que lucía “gigantesco” en comparación al anterior. Cuando nos instalamos allí como pioneros, éramos apenas dos familias. Imaginen una construcción de ocho pisos y siete apartamentos por piso y tan sólo dos familias habitándolo. El eco era rimbombante a causa del vacío. Y no había luz fija en las áreas comunes. Ésta se apagaba tras pocos minutos de encenderse (la novedad del ahorro eléctrico). Papá, dado el acontecimiento de las luces y temiendo se apagaran antes de llegar a casa, (en el otro lugar había un bombillito prendido siempre), aprendió a anunciarse en cuanto entraba al edificio. Esto lo hacía silbando melodías. Mientras el edificio duró semi vacío, nos era posible escucharlo ya desde la planta baja (habitábamos en el segundo piso). Entonces mamá corría a abrir la puerta mucho antes que él llegara ante ella Este ritual de anunciarse y abrir la puerta se hizo por años y se convirtió en una marca de mi padre… Nos mudamos en diciembre. Y estaba cerca la navidad. Y una noche llega papá, silbido por delante, muy alegre y festivo. Tan alegre que mamá dijo: “llega papá y llega contento”. La razón de su alegría era que había recibido de su jefe un montón de halagos sobre su desempeño como prensista, halagos que le otorgaron junto a una enorme cesta navideña repleta de todo tipo de cosas deliciosas. Había turrones, bombones, nueces, panetones, vino, champagne, ponche crema, encurtidos variados, quesos y champiñones en aceite. Los champiñones en cuestión venían en un curioso frasco de vidrio con tapa de madera muy semejante a un honguito rechoncho. Esa navidad la mesa fue una fiesta. Dos veces al año (enero y agosto) mamá preparaba berenjenas al ajillo y pimentones asados. Cuando eso hacía, recolectaba frascos de vidrio para conservarlos. Pero ese año no tuvo necesidad de hacerlo pues gracias a la súper célebre cesta navideña, frascos había a granel. Todos los contenedores fueron debidamente lavados, hervidos y reciclados para recibir pimientos y berenjenas. Todos menos uno. Precisamente el que tenía forma de honguito. Pues a mamá le parecía que era “muy lindo” como para ser un simple frasco de conservas. Durante años, cada vez que salábamos el pollo o la carne, acudíamos al resplandeciente honguito que nunca dejó de exhibirse. Era el frasquito consentido de mamá. Frente a ese frasquito mi madre preparó sus famosas lasañas. Frente a ese frasquito yo di mis primeros pininos en la cocina. Frente a ese frasquito largas conversaciones café en mano se dieron. Frente a ese frasquito lloramos, decidimos, y nos reímos. Y es que el corazón de mi casa siempre fue la cocina. La mayor parte de nuestro tiempo como familia transcurría allí. Y en esa cocina amplia, mamá había colocado una mesita pantry de cuatro puestos. Sobre esa mesita resplandecía el honguito salero y allí se manejaban los hilos de nuestro día a día. Desde un simple “qué vamos a comer hoy” hasta una descripción detallada de las noticias de prensa pasando por chismes y anécdotas, propias y de otros, tenían lugar allí. Recuerdo cuando conversaba con mamá en la mesa de la cocina, si la conversación era seria, mamá tomaba el frasquito entre sus manos y lo giraba lentamente, como un anti estrés. Si la conversación subía de tono y requería carácter de su parte, el frasquito era golpeado sobre la mesa como mazo de juez. Y si el asunto era divertido, entonces mamá lo tomaba, lo miraba y lo volvía a poner en su sitio como para darse un respiro entre carcajada y carcajada. Cuando murió mi madre (muy a destiempo pues tenía tan sólo 52 años), yo le pedí a mi padre me permitiera cambiar la casa. Muebles, estilo, colores. Todo. Quería tratar de alejar el dolor que me producía los recuerdos de mamá cambiando el escenario, Mi padre me advirtió que eso no cambiaria mi dolor, sólo el tiempo. Pero a pesar de sus argumentos (que recién hoy entiendo), accedió. Y todo fue cambiado. Substituido. Todo excepto las ollas decoradas de mi madre (que ni siquiera usaba para no dañarlas), y el frasquito honguito… La remodelación y transformación había sido intensa, pero esas cosas no se fueron. No tuve el coraje de deshacerme de ellas. Especialmente del frasquito. Aclaro que la cocina continuó siendo el “alma” de la casa. Si mi padre y yo decidíamos algo importante o planificábamos cualquier cosa, esto se hacía en la cocina mientras comíamos queso o algún dulce. En una ocasión papá tuvo que decirme que las cosas estaban marchando no muy bien en la empresa. Que tenía “miedo” y que debía poner una segunda hipoteca sobre la casa pues necesitaba inyectarle dinero a la tipografía (para entonces ya no era obrero, era socio) Recuerdo como hoy que mientras él me explicaba con detalles su plan, yo tenía la vista puesta en el honguito. Y mis pensamientos se enfocaron a través de esa imagen. Se hizo la hipoteca. Por algunos años viví con miedo de perder la casa. Mas no fue así, Una mañana mi padre trajo consigo el documento de liberación. Y ¿Dónde me dio la gran noticia? Pues sí. En la cocina, frente al frasquito… Si me sentara a contarles lo que delante a ese honguito se vivió, no terminaría nunca. Pasan los años y llega el triste momento de la muerte de papá. Con su partida, cayó sobre mí una avalancha de sucesos. Sucesos que, uno tras otro en efecto dominó, me obligaron a tener que dejar el apartamento de toda una vida. Dejar atrás vecinos con quienes compartí décadas y lo que hasta entonces había sido mi vida. Yo ya estaba casada. Y había nacido mi hija Constanza quien tenía entonces cinco añitos. Me casé en el año 1995 y nunca me animé a irme a vivir sola con mi esposo. Primero porque le temía al compromiso económico que podía representar un pago firme de alquiler cada mes, y segundo porque había desarrollado una tal amistad con mi padre, que no me imaginaba lejos de él. Afortunadamente a mi marido le ocurría lo mismo. Se quisieron mucho papá y mi esposo a pesar del turbulento inicio de los primeros tiempos (que ya les contaré en otro cuento). Ahora debíamos mudarnos a una pequeña ciudad que sólo habíamos visitado de paso. Donde no habría “señor José” que nos vendiera fiado, ni “señora Ana” que nos diera deliciosas hallacas en diciembre… Comienza así la pesadilla de la selección. Qué cosa te llevas, qué desechas, qué regalas. Hay que meter en cajas tres generaciones. Es la clásica y triste elección cuando uno se va de un sitio. Qué nos llevamos, qué dejamos a qué renunciamos. Estábamos en ese apogeo, embalando, etiquetando, desechando, cuando una amiga que me estaba ayudando, al verme tomar un frasquito de vidrio para meterlo en la caja de lo que me llevaría, dijo: “¡Eso no es más que un pote viejo de vidrio! ¡Bótalo! ¿Para qué guardas eso? Por favor, inician una nueva vida. Deben ir ligeros ¿Es que acaso eres acumuladora?” Ni le contesté. Le puse papel de embalaje al frasquito y lo coloqué en una caja. Sin más mediaciones, el frasquito iba con nosotros rumbo y punto. En esta nueva aventura estábamos dejando atrás un apartamento para venir a vivir a una casa. Con ruidos que no reconocíamos. Temerosos de todo lo confieso. El frasquito salió de su caja y fue puesto en la cocina. Luego de eso no volví a preocuparme de él. Las cosas no estaban fáciles. Muchas veces nos ganaba el ansia, la angustia. Y recuerdo más de una vez decirme a mi misma: “tranquila Aida, todo estará bien, hicimos lo correcto”. Desde esa mudanza han transcurrido doce años. Muchas cosas ocurrieron. Cosas que me han obligado a dejar a mi hija, a mi esposo. Cosas que me tienen trabajando en algo para lo que no me formé. Lejos de lo que más me importa en la vida. Yo no estoy con mi familia. Pero el frasquito sí. Allí está…Y nada cambia. La realidad no cambia. El frasquito nunca se fue. Pero de haberse ido, no habrían sido muy diferentes las cosas. Los recuerdos y las vivencias no se quedan donde están los objetos. Todo lo que sucedió luego de la mudanza, viene a mi mente sin necesidad que algo en particular me lo recuerde. Y es que van conmigo donde voy. El recuerdo y la nostalgia hay que valorarlos. Hay que vivirlos y atesorarlos pero dentro de nosotros. Con nosotros. En nosotros. Seguro todos tienen su “frasquito” del que no quieren o no pueden desprenderse (fotos, medallas, cartas, etc.). Y si les tocara soltarlos en un momento determinado, les parece que estarían traicionando a seres amados. Si por alguna razón les toca dejarlos en el camino, no tengan miedo. Esas presencias materiales no van a cambiar ni a favor ni en contra las cosas. Atesoren lo que realmente cuenta: sus experiencias. En cuanto a mí. Trabajo en el camino que pueda llevarme de vuelta a casa. Y si para entonces el honguito aun sobrevive, me dará mucho gusto reemplazarlo por un nuevo y rutilante salero. Con ello no traiciono a mamá. Al contrario. Le demuestro que formó a una mujer capaz de avanzar con lo que realmente cuenta: Lo que soy. Las memorias se construyen y dan piso a nuestra existencia y paso por la vida. Créanme, no dependen de “frasquitos”… Que la transparencia los acompañe. Aida Beccaria

lunes, 9 de agosto de 2021

UNA HISTORIA QUE NO ES CUENTO “La matica de guanábana” Antes de echarles el cuento de la matica, primero quisiera hablarles del lugar donde esa matica nació: Un pequeño apartamento de dos habitaciones que albergaba a cinco personas. Mamá, papá y tres hermanos (dos hembras y un varón). Y también un perro, un gato y dos canarios. Además de las dos habitaciones, el apartamento tenía un gran balcón y un amplio salón. Mis padres (si, porque es de la casa de mi adolescencia que les estoy hablando) optaron por eliminar el balcón y reducir la sala a fin de ganar espacio para hacer una tercera habitación. Así, el balcón desapareció y en su lugar quedó un ventanal de extremo a extremo. Lamentablemente el ventanal no tenía vista salvo un enorme paredón al frente. Por ello mamá cubrió el ventanal de plantas. Todo se veía muy verde, agradable y tropical. Cuando mamá murió, yo continué cuidando con esmero ese lugar. Ese punto era un paso obligado para ir y venir de la cocina a las habitaciones. Y a todos nos gustaba merodear por la cocina buscando bocadillos de medianoche.En una de esas incursiones, mi padre se preparó un plato de guanábana en trozos. Y comenzó a comerla camino a su cuarto. Cuando pasó frente a la ventana, escupió una semilla que cayó directamente al porrón del ficus. Con una sonrisa de oreja a oreja dijo: “Allí quedó…” y siguió su camino. Algún tiempo después ,mientras arreglaba el mini jardín, me consigo con una guanábana germinada. Muy erguida ella compartiendo espacio con el ficus. A todos nos pareció divertido, pues germinó tras venir directa de la boca de papá. Lo cual nunca fue su propósito. Así pues allí la dejamos. Años después mi padre fallece. Y yo (por otra historia que me obligaré a contarles un día,) tuve que dejar el apartamento. Y la ciudad. Con mi esposo, mi pequeña hija, mis esperanzas de comenzar de nuevo y mi matica de guanábana, me mudé a otra ciudad a una pequeña casita. Allí en esa casita había un cuadrado de tierra en el patio frontal donde plantar la guanábana. Y eso hicimos. La sembramos en la tierra. Por algún tiempo seguía pasmadita en su rincón. Pero tras algunos inviernos, la matica comenzó a crecer. Le sentaba estar en la tierra. Llegó a ponerse de mi tamaño, hasta que … hasta que nuestra perra (una preciosa cachorra de pitbull), decidió “jugar” con el arbusto. Y con sus poderosas mandíbulas lo destrozó y convirtió en un palo deshilachado con un cementerio de hojas alrededor. Quedó en tan mal estado que todos dudamos pudiera salvarse. Incluso el jardinero de la casa vecina al verla movió su cabeza de un lado a otro señalando: “eso no tiene remedio”. No la desenraicé. Dejé el palo, que ya estaba algo leñoso, como guía para unas enredaderas. Triste por haber perdido la guanábana de mi padre, seguí mi vida. Otra vez corrió el tiempo. La cachorra creció y aprendió a respetar lo que no era de ella, plantas incluidas. Y una mañana regando las enredaderas, descubro en un nódulo cerca de la raíz de guanábana, unas hojas. Y no era la enredadera ¡No! ¡Era la guanábana! Llamé a cuantos pude para que lo vieran. A todos pareció increíble que a pesar del daño sufrido reverdeciera. Pero así fue... Se hizo más alta. Me superó en altura. Una noche se desata una tormenta. Flash de luces, seguidos de inmediatas rimbombancias sonora que demostraba lo cerca que caían los rayos. De pronto se escuchó un ruido estremecedor. La casa se sacudió. La luz se fue. Por el sonido, el impacto y el olor entendimos que se trataba de una centella que había caído muy cerca. En cuanto la tormenta amainó, salimos a evaluar los daños. Y entonces la vi: Mi guanábana destrozada... La centella había caído sobre ella. Esta vez sí que no había nada que hacer. El tronco se había partido en dos desde la misma raíz. Segundo duelo... Mi esposo cortó ambas partes del tronco pero no saco las raíces para no lesionar las plantas alrededor. Pasó un buen tiempo, no sé exactamente cuánto, el suficiente para que una lechosa (papaya) que habíamos sembrado, creciera y diera sus primeros frutos. Y evaluábamos la posibilidad de retirar algunos cuando mi esposo descubre en medio de las enredaderas, una tímida plantita asomándose. Me dijo: “dime loco, pero creo que esas hojas de allí pertenecen a la guanábana”. Y si. Era nuestra guanábana. De la base del tronco muy cerca de la raíz, estaba de nuevo reverdeciendo la planta. Enseguida liberé espacio. Retiré y cambié de lugar las enredaderas y sólo dejé las ornamentales al ras del suelo. Quería que la guanábana tuviera espacio, aire y sol para seguir en su milagroso proceso de regeneración. Luego de un par de meses otra vez teníamos en casa un precioso arbusto. Fuerte, hermoso. No tardó en llegar la florescencia y dar frutos. Nuestro arbolito se cargó de punta a punta. Cada guanábana que nos comíamos nos llevaba a recordar a papá y su inicio con ella. Pasó un año. El arbolito seguía creciendo y cargándose. Si me pidieran humanizarla yo diría que fue su época “más feliz”. Pero entonces otro daño. De repente una mañana notamos que el árbol lucía opaco. No tenía el verde hermoso de siempre. No perfumaba el ambiente. Sus hojas estaban todas manchadas. La fruta se desprendía aun verde y pequeña. El color del tronco cambió... La examinó a detalle el jardinero y nos informa que le "había caído una plaga" Le pedí que hiciera todo lo posible por salvarla. Yo misma me pasaba horas enteras tratando de limpiar hoja por hoja. Se pusieron en práctica todos los remedios comerciales y domésticos disponibles. Pero nada funcionó. En muy poco tiempo la guanábana se marchitó. No había brotes nuevos. Y a sus pies, otra vez, un cementerio de hojas mustias y frutos dañados. Tan dañada estaba que el tronco se pudrió y cedió. Ahora sí. La tercera es la vencida. Mi Guanábana murió. Esta vez pedí al jardinero la desenraizara por completo. El señor obedeció. Pero se llevó la raíz (mas bien una parte de ella) pues decía que quizás, salvando algo y plantándolo en maceta, se lograra de nuevo un milagro. "De repente" -repitió- Yo sinceramente no albergaba la mínima esperanza. No me parecía que de ese manojo ocre que se estaba llevando Don José pudiera lograr nada. Pero no me opuse al intento. Y así, unos meses después, cerca de navidad, el querido Don José, nuestro jardinero itinerante, toca la puerta. Con una sonrisa enorme en el rostro me entregó un porrón con dos hojitas y me dijo: “Feliz navidad”... Pues sí. Imaginan lo correcto. La matica de guanábana lo estaba haciendo otra vez. “¡Un verdadero milagro de Navidad!” - dije- dándole un abrazo al Sr. José. Esta vuelta decidí no regresarla a la tierra. En principio porque ya había en su lugar un orgulloso limonero y también porque me pareció que en un porrón estaría más protegida. Fue creciendo todo lo que una guanábana puede crecer en una maceta. Prisionera obviamente no daba frutos, pero estaba verde y bonita. Tiempo después me toca la triste tarea de separarme de mi hija y de mi esposo. Dejarlos en casa y aventurarme lejos para tratar de conseguir dinero pues la situación se había tornado muy difícil para la familia. Pero días antes de mi partida decidí plantarla en tierra. Mi esposo estuvo de acuerdo. El punto es que no teníamos "tierra" como tal. Todo el patio había sido cementado. Eso no nos detuvo. Rompimos el cemento y comenzamos a cavar. Pero por más que hundíamos la pala en el agujero, la buena tierra no aparecía. Solo arcilla, arcilla y más arcilla. Tierra ideal para hacer un jarrón, pero no para sembrar. No obstante, como el agujero ya estaba abierto, pusimos abono en él y la plantamos allí. No era un sitio ideal como donde se hallaba el limonero. Pero era lo mejor que podíamos hacer. A mi esposo le encargué la tarea de retirararla y devolverla a su maceta si notaba que la planta enfermaba, entristecía o se secaba. Y con el corazón chiquito por dejar atrás mi familia, mi casa, mi vida, sin saber cuándo los volvería a ver, partí rumbo a Europa. De ese momento ha transcurrido más de un año. He vivido instantes de verdadero drama. Y para sentirme cerca de alguna forma a mi hija, mi esposo, mi hogar, sostengo largas conversaciones por video llamada con ellos. Debo confesar que honestamente la mata de guanábana no es el tema central de esos encuentros aun cuando a ratos pienso en ella. Pero una tarde mi esposo me llama muy emocionado y me dice: “Antes que cualquier cosa que debamos hablar, quiero que veas algo” Lleva el teléfono al patio y enfoca la cámara a la mata de guanábana. Me dijo mientras me la mostraba: “Mira, mira mujer, tiene frutos. Tiene dos bellas guanábanas y date cuenta lo alta que está” Me quedé sin palabras. Porque me parecía increíble que con todas las condiciones adversas y habiendo pasado lo que pasó, esa planta nuevamente estuviera reverdeciendo. Cuando colgué pasé un buen rato contemplando las fotos que me envío mi esposo. Y pensando en analogías. Porque todos sufrimos destrozos en nuestras vidas: “tormentas” “plagas” “desenraizamiento” pero si abrimos los ojos al día siguiente, es porque no estamos muertos, Y si no estamos muertos podemos volver a comenzar. Como el hígado que se regenera a partir de un pedazo de él... A la mata, a mí, y a muchos de quienes hoy leen esto, le quedan raíces por dentro. Así que lo que hay que hacer es dejar a esas raíces hacer su trabajo. Y brotar un par de hojas… el resto vendrá solo. Lo decían muy claro las abuelas de uno: “Mientras hay vida, hay esperanza” Mi guanábana tiene el poder de la resiliencia. ¡Debo imponerme emularla! Y ustedes deberían hacer lo mismo... ¡Que la clorofila los acompañe!